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| Ilustración de Domingo Martínez González |
La sociedad de las tecnologías de la información se expande y se acelera, como el universo. Nada ni nadie queda al margen de los dispositivos. La máquina lo engulle todo. La información circula por todos los agentes de socialización a una velocidad cada vez mayor. Y somos conscientes de ello.
Este verano los trabajadores encargados de apagar los incendios ya nos advirtieron de que dentro de unas semanas nos habríamos olvidado de lo ocurrido. En muchos desastres, naturales, sanitarios o bélicos, ya no es raro ver carteles que digan “no os olvidéis de nosotros”. Las portadas de los periódicos digitales son modificadas constantemente. Lo importante se desdibuja y se pierde entre tanto ruido.
Contemplamos el presente desde la nostalgia de saber que mañana ya no nos acordaremos de esta guerra o este desfalco porque nuestra mente estará procesando imágenes nuevas. La realidad se nos esfuma. Los acontecimientos pierden densidad y lo real se vuelve banal. La palabra efímero ya no sirve: significa “de un día” y pertenece al mundo vivo y lento.
En este fluir endiablado no caben ni el reposo ni la sedimentación, algo que requiere el intelectual para poder pensar y realizar su labor crítica. Además, es un fluir saturado. La burbuja digital genera un ruido abrumador. Los dispositivos permiten que todo el mundo hable, grite, opine y analice. Así que la figura del sabio queda arrinconada. Ya no es una autoridad que deba ser escuchada.
La opinión pública, necesaria para la vida democrática, ha sufrido un proceso de fragmentación, dispersión y polarización. Hay artículos y ensayos largos, reportajes de gran profundidad, sin embargo lo que fluye es el esquema, la simplificación. La saturación de información impide que el receptor disponga del tiempo y la serenidad necesarios para tratar con argumentaciones completas.
Esa vida de superficie afecta a todas las creaciones artísticas y culturales que pretendan profundizar en lo que ocurre. Los intelectuales de hoy deben saber provocar la desaceleración. Pero lo tienen que llevar a cabo desde dentro, creando formas de comunicar que sean imposibles de atrapar por los ritmos de la red.
Se trata de introducir la pausa, el silencio y lo complejo en el estilo de comunicación. Textos infinitos, diálogos sin centro, obras de arte sin título ni tema, el silencio como respuesta a la solicitud de opinión inmediata, la escucha prolongada del otro, posponer conclusiones, evitar los juicios no meditados, negarse a hablar si no se sabe qué decir, negarse a opinar sin un conocimiento profundo, renegar de los resúmenes, desmontar los titulares, descubrir las falsas divulgaciones…
Los críticos de la democracia deliberativa dicen que el diálogo y el intercambio de argumentos llevarían a una parálisis del sistema. Dicen que hay que tomar decisiones y formar mayorías, y que con votar basta. Creen que promover un espacio público donde se intente comprender cada argumento de cada participante y se intente convencer de verdad nos llevaría a una sociedad incapaz de resolver los problemas. Aquí no hay tiempo para todo eso, sentencian.
Bueno, a lo mejor es suficiente con crear más zonas de silencio y de espera. El pensamiento se nutre de tiempo. Los intelectuales de hoy tienen ante sí ese reto: provocar situaciones de silencio y espera para que brote una mirada atenta, una razón dialógica y un hablar sosegado.

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