martes, 14 de marzo de 2023

De todas las formas

Obra de  LUIS MIGUEL "MOGA"

    Una definición de educación puede ser: enseñar a ver y generar formas. En todos los campos del conocimiento y en todas las artes, necesitamos descubrir o crear formas. La analogía es el camino creativo más utilizado por científicos y artistas. Incluso para desenvolvernos en la vida cotidiana, llevamos a cabo un trasvase de formas, de estructuras o sistemas.

    Detectar formas exige capacidad de abstracción: saber separar la forma de la materia, la forma del contenido, la sintaxis de la semántica. Y no siempre es fácil, sobre todo para los más jóvenes, los que están aprendiendo. El contenido distrae y oculta las formas. El educador señala dónde hay que fijar la mirada, qué tienen en común varios objetos. En biología, en arte, en lengua, en matemáticas… Hay que saber manejar formas. Los ejemplos y los casos solo sirven para descubrir las estructuras comunes subyacentes.

    Las sustancias, decía Aristóteles, están compuestas de materia y forma. Constituyen una unidad, es decir, solo es posible separarlas con el entendimiento. La esencia de los seres viene dada por la forma, pero siempre en una materia. Ya vio el sabio griego que la clave está en comprender las diferentes formas de organizarse que posee la materia. Las definiciones y clasificaciones se basan en las formas. Ese es el conocimiento de lo universal. La naturaleza es un enjambre de formas.

    La matemática es la herramienta ideal para captar la organización de la naturaleza. Todas las ramas de la matemática estudian algún tipo de estructura. Son formas que permiten establecer, o descubrir, relaciones y proporciones. Y sirven para captar la complejidad de lo real. A la lógica le interesa la estructura de los razonamientos, no su contenido. Son estructuras vacías, relaciones entre símbolos. Lo que distingue a una ley lógica de una falacia es su forma, no el tema del que tratan. La lógica y la matemática construyen sistemas formales. Para trabajar con estructuras necesitamos un cierto desarrollo cognitivo, como estudió Piaget en su psicología evolutiva.

    En las obras de arte lo esencial es la forma. Como receptores, debemos dejar a un lado todo lo que sea ajeno a la estructura interna de la obra. Representar el mundo, provocar emociones o remover conciencias son funciones secundarias. La belleza nace de la autonomía formal, de la distribución de la luz, las figuras… De ahí que el tema sea algo también secundario.

    En las novelas y en los poemas utilizamos la lengua. El escritor construye frases, párrafos, capítulos… Y busca un estilo. Los recursos narrativos son estructuras formales. Definir el estilo no es nada sencillo. Encontrar uno propio tampoco. Sin embargo, reconocemos a nuestros escritores preferidos por su estilo, por la forma de encadenar las palabras.

    La creatividad es la capacidad de generar nuevas formas en un determinado campo de la experiencia. La analogía y la metáfora trasladan estructuras de un terreno a otro. Pero antes hay que saber localizar esas formas. Y para construir algo nuevo hay que imaginar conexiones nuevas.

    Tarea para la educación... Primero conviene hacer un recorrido histórico para ver cómo otros científicos, artistas o ingenieros han plasmado las formas. Luego se debe saber comparar entre diferentes autores y campos. Por último, hay que buscar nuevas estructuras en nuestro ámbito específico de trabajo.

    En las sociedades actuales, basadas en el consumo masivo, se corre el riesgo de caer en la repetición o en el olvido de la forma. El resultado: aburrimiento existencial. En las artes se manifiesta en la repetición de estructuras plásticas o narrativas; en las ciencias en la ausencia de nuevas hipótesis y teorías; en política en repetir esquemas ideológicos de hace siglos… Nos infantilizan. Nos encandilan con los contenidos, para que olvidemos que nos imponen las formas.


domingo, 5 de marzo de 2023

Dos novelas sobre nuestros deseos y los límites éticos



    Cuando alguien decide retirarse a vivir en una casa alejada del mundo urbano, en un entorno natural duro o casi salvaje, con pocos vecinos o ninguno, corre el riesgo de encontrarse a sí mismo y descubrir estratos profundos e inquietantes. Reconstruir la casa, medio abandonada, significa diseñar un nuevo yo y dejar atrás las ruinas, los escombros de la vieja edificación. Al retirarse a una cabaña perdida en la naturaleza, ese alguien deja atrás una vida imposible, una existencia repleta de fracasos, infelicidad y, sobre todo, inauténtica. La casa aislada se presenta como la última oportunidad para que aquello esencial que buscábamos brote y genere una nueva vida.

    Y no va a ser el entorno ni la soledad lo que se convierta en un peligro. Vamos a ser nosotros mismos, con nuestros deseos y obsesiones, con nuestras decisiones inesperadas, irreconocibles o indescifrables. El riesgo está en lo que desconocemos de nosotros mismos y en lo que no somos capaces de controlar. Aunque lo más terrible, lo que nos asusta de verdad, es lo que deseamos y lo que estaríamos dispuestos a hacer para alcanzarlo. Al hacer frente a esa realidad nos topamos con los principios morales más básicos, que pueden llegar a disolverse, evaporarse, ante nuestra nueva forma de estar en el mundo.

    Sara Mesa y Andrés Ibáñez nos ofrecen dos narraciones que transitan, cada una con su estilo, por esos territorios del yo. Son novelas cortas, de unas 200 páginas, con una escritura eficaz y absorbente. El aparente minimalismo de la trama contiene una densa complejidad, sin perder en ningún momento la astucia narrativa. Las dos novelas atrapan al lector desde las primeras líneas. Pronto se percibe el aroma del misterio, la sospecha de que algo va a ocurrir en esas casas y en esas mentes. Que los protagonistas se dediquen a una tarea intelectual, reflexiva, aporta rasgos metaliterarios a lo que ocurre. Y hay una mirada ética, una pregunta implícita: ¿Qué estaríamos dispuestos a hacer para lograr lo que deseamos? Aunque haya paralelismos (el escenario marco, con sus misterios y enigmas de carácter psicológico, incluso social), el tono de cada novela y la forma de resolverlas son muy diferentes.

    Andrés en Nunca preguntes su nombre a un pájaro (Galaxia Gutenberg, 2020) nos cuenta cómo Horst, un escritor que pasa por un mal momento creativo, se retira a una casa perdida en las montañas del norte del estado de Nueva York. En esa misma casa vivió Winslow Patrick, un escritor admirado por el protagonista. Eva, la esposa de su hermano, va a visitarlo todas las semanas. Pero también conoce a Willard, un viejo pescador del río Delaware, y a Matt Signorelli y su amigo Kenny. “Una historia de amor se entrelaza con una de violencia en una graduada espiral de tensión que es un descenso al lado más oscuro de la psique masculina”, aclaran los editores.

    La protagonista de Un amor (Anagrama, 2020), de Sara Mesa, también se dedica a la escritura, en este caso a la traducción. Nat ha dejado todo atrás para dedicarse a lo que más le gusta, traducir obras literarias, no documentos administrativos o comerciales. Ha alquilado una casa en La Escapa, un pequeño núcleo rural donde pueda trabajar tranquila. Su relación con los vecinos también es una forma de traducción. Al fin y al cabo, las interacciones sociales son de carácter lingüístico. Y las traducciones, dicen algunos filósofos, si no son imposibles son como mucho imperfectas, siempre aproximaciones. La joven traductora va conociendo al casero, a Píter el hippie, a Andreas el alemán, a la chica de la tienda, a los vecinos que vienen de la ciudad, a los ancianos que viven cerca… “Sara Mesa vuelve a confrontar al lector con los límites de su propia moral en una obra ambiciosa, arriesgada y sólida en la que, como si de una tragedia griega se tratara, las pulsiones más insospechadas de sus protagonistas van emergiendo poco a poco mientras, de forma paralela, la comunidad construye su chivo expiatorio”, se dice en la cubierta del libro.


sábado, 4 de marzo de 2023

Máquinas y democracia

    
                    Estatua de Al-Juarismi ante las murallas de la ciudad uzbeka de Jiva

    Un algoritmo es un conjunto finito de instrucciones para solucionar un problema bien definido. Llevamos siglos utilizando algoritmos. Pensemos en la división. Nos dan dos números y sabemos qué pasos hay que dar para alcanzar el resultado. Hoy están de moda porque los ejecutan los ordenadores. Y han dado lugar a un campo de investigación tecnológica llamado IA, inteligencia artificial.

    Ese proyecto de investigación tecnocientífica se concreta en un sueño: construir ordenadores que posean una inteligencia similar a la humana. Se busca desde mediados del siglo XX una inteligencia artificial general, que sea flexible y que pueda abordar cualquier problema: percibir objetos, realizar cálculos, jugar al ajedrez, hablar, crear, ser consciente de lo que hace, valorar… Hasta ahora solo han construido sistemas expertos, programas para solucionar algunos tipos concretos de problemas. Unos juegan al ajedrez, otros reconocen caras, otros realizan diagnósticos médicos, otros resuelven ecuaciones, otros traducen textos…

    Todavía no se ha logrado diseñar una máquina que hable y comprenda de forma consciente, un programa que sirva para resolver cualquier problema, como hacemos los humanos. Es cierto que se ha avanzado. Hay sistemas de redes neuronales artificiales que pueden ser entrenadas para que aprendan. Ese aprendizaje profundo, automático, se logra entrenando a la máquina con grandes cantidades de datos. Aprenden a extraer un patrón y luego utilizarlo para realizar predicciones o creaciones. Pero estos sistemas tienen un límite. No son conscientes. No son capaces de contextualizar los patrones. Dependen de los datos preparados por los humanos. No van más allá de la sintaxis, de la relación entre símbolos, entre datos.

    Los investigadores saben que sin semántica, sin consciencia, sin lenguaje y sin flexibilidad no hay verdadera comprensión inteligente. Saben que no es suficiente con utilizar inferencias deductivas o inductivas. La inteligencia humana se caracteriza por la creatividad y la construcción de hipótesis. Sin embargo, se sigue insistiendo en que más tarde o más temprano se alcanzará una inteligencia general y consciente. Es cuestión de tiempo, dicen. La computación cuántica será un salto cuantitativo y cualitativo. Solo los luditas y tecnófobos se atreverían a negarlo, remachan.

    Aun así, ese sueño de la inteligencia artificial suele ser presentado como un objetivo que interesa a la humanidad. Mientras tanto, construyen programas para facilitarnos la vida en todos los ámbitos, desde la banca hasta la sanidad. Y producen mecanismos de control y explotación cada vez más sofisticados. Han diseñado sistemas inteligentes para suprimir puestos de trabajo, controlar el consumo, vigilar nuestras cuentas, manejar armas, predecir y promover opiniones…

    Los procesos mecánicos han invadido desde hace mucho también el ámbito político. Hay algoritmos que interfieren en la formación de la opinión pública, con máquinas que vomitan información precocinada o con dispositivos que encauzan nuestras preferencias. Pero no todas las formas de control mecánico provienen de la IA. Recordemos que los partidos políticos son maquinarias para conseguir el poder y mantenerlo, por encima de todo, incluso de las ideas y de las personas. Son maquinarias que funcionan con autonomía. 

    Cadenas de montaje electoral en las fábricas del poder… Ni las élites son capaces gobernar su actividad. Por eso anhelamos una democracia en la que participen personas y se discuta de verdad sobre el bien común, donde haya deliberación y diálogo. No queremos seguir siendo piezas ni datos.

Pablo Gutiérrez publica 'La tercera clase. Una historia sentimental del hachís en la Baja Andalucía'


        La novela nos cuenta lo que le sucedió a la niña Valme, una trágica historia que transcurre en un pueblo que vive del narco. Cada personaje explica en primera persona lo que sabe y lo que vivió. La novela es un excelente retrato social.

    La tercera clase acaba de ser publicada por La Navaja Suiza Editores, 177 páginas. Lleva por subtítulo Una historia sentimental del hachís en la Baja Andalucía. Y la ilustración de la portada es de IRRA, Israel Gómez Ferrera. Pablo Gutiérrez (Huelva, 1978) es profesor de Lengua y Literatura en un instituto de Sanlúcar de Barrameda. Ha publicado las novelas Rosas, restos de alas (2008. Premio Tormenta en un Vaso al mejor autor novel en castellano), Nada es crucial (2010, Premio Ojo Crítico de Narrativa 2010), Democracia (2012), Los libros repentinos (2015), Cabezas cortadas (2018) y El síndrome de Bergerac (2020). En 2012 publicó el volumen de relatos Ensimismada correspondencia.

    Las estrategias narrativas que eligen los escritores para desarrollar sus novelas no son algo accesorio. No se trata de algo accidental, externo a la obra. Pablo Gutiérrez nos cuenta una historia a través de muchas voces en primera persona. Son diferentes perspectivas, por lo tanto diferentes modos de explicar y entender lo que ocurre. Eduardo, Nico, Aurora, Mauri, Valme, Beatriz, Aldo, Guti… No todos hablan directamente en el relato. Hay voces que aparecen reflejadas en otras, a través de lo que hacen. La ausencia de esas voces sirve para dar más intensidad a esos personajes, aunque parezca paradójico. La jerarquía de las voces también revela algo. ¿Quién habla realmente? ¿Quién recuerda? ¿Qué será de la historia de esos chicos? ¿Quién la conoce? ¿Cómo contarla? No tener voz propia es sintomático.

    La complejidad del tema exige esa polifonía. La realidad del barrio no puede ser descrita por una sola mirada, ya sea limitada, como la de un personaje concreto, o la mirada todopoderosa del narrador omnisciente que todo lo sabe. Pablo Gutiérrez nos anuncia al principio de la novela que algo terrible ha ocurrido a la niña Valme. Para descubrirlo tendremos que atravesar todas las facetas de la miseria humana, las vidas de los que habitan un barrio marginal, alimentado por el hachís y la ausencia de futuro. El sistema educativo, el instituto, es el espacio donde confluyen esas trayectorias vitales.

    Todas las voces son necesarias, cada una un mundo, una forma de asimilar la ruina de la existencia humana en un pueblo en el que muchos vecinos viven del narcotráfico. Los personajes cuentan lo que vivieron. Nos ayudan a entender cómo se ha escrito el trágico destino de esas gentes. No hay un código moral único. Tampoco hay una única teoría sobre el ser humano. Los que hablan exhiben sus intereses, sus emociones, su jerarquía de valores… Vemos cómo las relaciones generan a las personas, por medio de lazos teñidos de necesidad, de pasión, o de mera inercia social. Cada persona aparece como un punto de fuerza que interacciona con el resto. La Broa es un ecosistema, sus organismos solo conocen la ley del más fuerte o del que mejor resiste. Los educadores tienen que hacer frente a ese choque de fuerzas. Ellos son una más.

    En La tercera clase, Pablo Gutiérrez nos invita a acercarnos a la realidad, a las realidades. El estilo ácido muestra lo que hay y cómo lo perciben e interpretan los protagonistas, ya sean esos jóvenes perdidos y sin esperanza, esos profesores que querían salvarlos con la educación, esos políticos que tenían tan bellos ideales, esas familias que tienen que sobrevivir… Los mismos hechos vistos desde diferentes ángulos, incluso con categorías casi opuestas. El destino colectivo y las vidas individuales se entretejen como historias fragmentadas, sin un hilo común que aporte una explicación global de la realidad social. En el lenguaje cristalizan todas esas formas de sobrevivir en La Broa. Los modos de contar y argumentar de los protagonistas son el mejor indicio para saber qué ocurre y qué es lo que importa en cada situación. La retórica de un único narrador solo serviría para oscurecer, para ocultar. La expresión directa, cruda, del pensamiento de los personajes no es un mero adorno para impresionar. Es la única manera que posee lo real para manifestarse, ya hablemos de dinero, familia, amor, educación...

    En la novela está muy presente la Argónida de Caballero Bonald. Si Joyce hizo con su Ulises una versión de la Odisea, Pablo Gutiérrez nos ofrece otra versión del destino trágico de los habitantes de las marismas y la desembocadura. La escritura de Pablo deja a un lado lo innecesario. La crudeza del estilo brota de los senderos de la realidad. No es algo forzado. Los testimonios van hilvanando una historia, pero también reflejan la miseria del existir en todas sus formas. Las voces se distinguen por lo que dicen, por lo que sienten, por lo que ven, por su forma de seguir cayendo en el abismo. El territorio social quizás determine todo lo que sucede. El mundo del hachís genera sus modos de vida, un mapa bastante cerrado de posibilidades y nada envidiable.

    La tercera clase es una novela que saca a la luz muchas contradicciones de nuestra sociedad. La escritura de Pablo Gutiérrez sabe desvelar con precisión las grietas, los sinsentidos que resquebrajan nuestra historia reciente, desde el punto de vista económico, social o educativo. Ni el libre mercado, con sensibilidad social y todo, ni la enseñanza secundaria obligatoria, con tantos recursos, pueden remover los cimientos y dinámicas de La Broa. Pero la novela no habla de política, ni de sociología. Es un relato de personas, de vidas. ¿Quién se acuerda de esas historias? La desesperación y la resignación afectan tanto al profesor como al político o al alumno. La transformación social ya no es una posibilidad. La utopía ni se menciona. Todos quieren huir de esas tierras enfangadas.