martes, 10 de enero de 2017

EXISTENCIA AUTÉNTICA

          A menudo nos invade la sensación de estar perdiendo el tiempo, pero no el del reloj ni el de los horarios cotidianos, sino el otro, el que nos convierte en vidas concretas. Ese tiempo esencial, estructural, lo perdemos totalmente cuando nuestra existencia no es auténtica, cuando llevamos una vida alienada o cuando nos arrastra la heteronomía. Todas esas formas de perder el tiempo comparten un núcleo común: alguien elige por ti y te impone un proyecto de vida. Como consecuencia, surge un vacío que nos corroe, esa insatisfacción por no haber hecho lo que de verdad queremos.
         Es sano preguntarse de vez en cuando por qué actuamos de una manera y no de otra. Se trata de una pregunta muy molesta e inquietante porque suele venir acompañada del silencio: no nos gusta reconocer que nos movemos en un espacio de posibilidades determinado por algo ajeno a nuestra voluntad. Vivimos de forma mimética, más de la cuenta, impregnados de hábitos y tendencias que nos marcan el camino. Ese poder difuso, sofisticado, lo puede todo. El éxito consiste en que quieras lo que ellos quieren. El poder es un especie de continuidad dice Byung-Chul Han, en su libro “Sobre el poder” (Herder, 2016). La coerción y la amenaza sólo surgen si esa continuidad se interrumpe.
Miguel Parra
         Que los jóvenes tengan que elegir un oficio casi partiendo de cero es algo relativamente moderno, propio de las sociedades industriales avanzadas. El sistema educativo oferta todo, y los alumnos pueden elegir ser lo que deseen. Los individuos modernos no somos nada porque lo podemos ser todo. Apenas estamos conectados con una tradición familiar o comunitaria. De ahí que en tiempos de crisis brote el miedo a la libertad y se acuda a discursos políticos que prometen recuperar la densidad perdida.
         Ante semejante vértigo existencial, ¿qué podemos aconsejarles a los jóvenes? Si eligen por ti, corres el riesgo de perder el tiempo para siempre. Se nos olvida lo más importante. Trabajar no consiste sólo en gastar tiempo para ganarse la vida y hacer posible el tiempo de ocio. Trabajar es vivir el tiempo y crearlo. Si no es así, el tiempo de trabajo es de otros y se vuelve destructivo, desgasta. Si eligen nuestro proyecto, vivimos su tiempo, el de ellos, no el nuestro. Y el nuestro lo perdemos de forma irremediable.
         Hoy está de moda una especie de pragmatismo resabiado. Cualquier intento de salirse del carril social, apelando a otras formas de estar en el mundo, suena a ingenuidad propia de otras épocas. El pragmático resabiado está de vuelta y asume la realidad con cierta mirada de superioridad. Por eso hay expresiones que desaparecerán, como vocación profesional y compromiso social. Es cierto que la palabra “vocación” tiene connotaciones religiosas, sin embargo habría que rescatar su contenido ético. Y el compromiso social nos trae a la memoria las utopías revolucionarias… La lección de los pragmatistas resabiados suele ser: “como todo está tan mal, olvídate de ti mismo y gana dinero; como la revolución es imposible, olvídate del bien común, de los otros, y gana dinero”.
         Hay actitudes que ponen en peligro la autenticidad de nuestros proyectos. Una de ellas es la mala fe, analizada por Sartre. Echar la culpa de todo a las leyes de la naturaleza o al contexto social para no tener que elegir con responsabilidad es obrar con mala fe, una especie de autoengaño. La otra es la confusión entre racionalidad y racionalidad económica. Intentar calcular nuestro futuro mediante costes y beneficios implica un reduccionismo economicista. En la primera actitud entregamos nuestro tiempo; en la segunda lo cosificamos, lo ponemos en venta.
        La existencia auténtica es lo mínimo que cabe desear. Es un mínimo vital y ético. Renunciar a ella implica desentenderse de la libertad y la felicidad. Elijamos libremente una actividad que nos permita ser, sin querer nada más, y que se nutra del bien común al mismo tiempo que lo posibilite. Si nos convertimos en piezas de un mecanismo, pronto aparece el aburrimiento. El ideal es trabajar como si fuésemos creadores, para no trabajar nunca.