martes, 10 de diciembre de 2019

EDUCAR PARA RESISTIR CON DIGNIDAD

Ilustración de Domingo Martínez
        Imaginamos la historia como una línea, una flecha que crece en una dirección, como algo que se desenrolla y despliega. Nos vemos instalados en la vanguardia, inaugurando nuevos tiempos y mirando por encima del hombro a los que nos precedieron. Pensamos que hemos mejorado y que aquellas desgracias pasadas ya no son asunto nuestro. En los últimos años, sin embargo, también hemos comprobado lo que significa retroceder.
        El 10 de diciembre de 1948 la Asamblea General de la ONU aprobó la Declaración Universal de los Derechos Humanos. Después de dos guerras horribles parece que por fin aprendimos la lección. Nada puede pisotear la dignidad humana, en ninguna parte del mundo. Los derechos humanos son inalienables y deben ser siempre respetados, por encima de cualquier ideología o forma de gobierno.
       El texto fue redactado por Dr. Charles Malik (Líbano), Alexandre Bogomolov (URSS), Dr. Peng-chun Chang (China), René Cassin (Francia), Eleanor Roosevelt (EEUU), Charles Dukes (Reino Unido), William Hodgson (Australia), Hernan Santa Cruz (Chile) y John P. Humphrey (Canadá). Y ha sido publicado en más de 500 idiomas, incluido el esperanto. Es un documento revolucionario, el fundamento de las democracias liberales y el orden internacional actual. La declaración consta solo de 30 artículos. Hay derechos políticos y derechos sociales. Los primeros tienen que ver con la libertad, y los segundos con el bienestar y la justicia social. El hecho de que la declaración pueda ampliarse con nuevas generaciones de derechos  significa que no es una tabla cerrada. Está redactada en un momento histórico concreto. Y como las sociedades cambian, lo lógico es que esa declaración tenga que completarse.
         En cuanto a la fundamentación filosófica, tenemos a los que hablan de una esencia fija de la naturaleza humana y los que se decantan por una construcción social de todo lo humano, por lo tanto en evolución y revisable. El marxismo y el relativismo cultural han sido críticos con la declaración, al menos desde el punto de vista teórico. Los primeros consideran que esos derechos aparentan ser universales pero no lo son, ya que están al servicio de la burguesía. Se trataría de una ideología, un aparato jurídico, para justificar y facilitar el modo de producción capitalista. Lo que se presenta como universal y natural solo es, en realidad, un instrumento al servicio de los capitalistas. Para lo relativistas, esta declaración ha surgido en una cultura concreta, la occidental, pero se nos muestra como si abarcara todas las formas de humanidad. Asistiríamos a un imperialismo cultural encubierto. Los derechos del ciudadano nacieron con el humanismo ilustrado occidental. Luego llegó el proceso de industrialización y el libre mercado. Tanto para marxistas como para relativistas, esta declaración no es la única posible, ya que está elaborada desde una perspectiva concreta, parcial.
     Los derechos humanos se basan en que las personas tenemos dignidad, no precio. Nadie puede utilizarnos como un medio para alcanzar sus fines, porque no somos meros objetos. Poseemos un valor absoluto: cada persona es un fin en sí mismo. La dignidad es un asunto filosófico poco tratado, nos dice Javier Gomá Lanzón en su último libro (Dignidad, Galaxia Gutenberg, 2019). En el primer capítulo sostiene que podría definirse la dignidad “como aquello inexpropiable que hace al individuo resistente a todo, interés general o bien común incluidos”. También como “lo que estorba”. La dignidad tiene un efecto paralizante, dice, ya que nos obliga a detenernos y pensar en los más débiles, en los desfavorecidos, frente a toda tiranía, venga del Estado, la rentabilidad económica, el progreso técnico o la cruel lucha por la supervivencia. Y esta dignidad la poseemos todos por igual desde nacimiento, sea cual sea nuestro comportamiento en la vida.
     Necesitamos repensar constantemente los derechos humanos, para saber resistir y mantenernos a salvo. El sistema educativo, además de profesionales, debe generar ciudadanos, personas conscientes de su dignidad, de sus derechos fundamentales. Lo hemos aprendido: las conquistas sociales y éticas siempre están amenazadas por brotes impredecibles de irracionalidad. 

martes, 19 de noviembre de 2019

MITOS, PREJUICIOS Y CIENCIA ABIERTA

  
Ilustración de Domingo Martínez
          El 10 noviembre se celebra el Día Mundial de la Ciencia para la Paz y el Desarrollo. Este año se hace hincapié en promover una “ciencia abierta”. Se conmemora en todo el mundo desde el año 2002 para recordar el compromiso asumido en la Conferencia Mundial sobre la Ciencia que se llevó cabo en Budapest en 1999, según nos explican en la página de la ONU. Allí se aprobó la “Declaración sobre la ciencia y el uso del saber científico”. Desde 1986 se celebra también estos días La Semana Internacional de la Ciencia y la Paz.
         La declaración de Budapest es muy razonable. Parte de la estrecha relación entre la ciencia, la tecnología y la sociedad. El conocimiento debe ser utilizado para mejorar la vida de las personas, desde el punto de vista económico, médico, social, cultural y político. Se reclama en ese texto un debate democrático sobre la producción y aplicación del conocimiento. Y para que los beneficios de los avances lleguen a todos, se exige una reflexión sobre los grandes desequilibrios sociales existentes.
     El objetivo de este año es que la ciencia sea accesible a todos los ciudadanos. Es decir, la investigación científica y los datos tienen que estar al alcance de todos. Por lo tanto, habría que eliminar todas las brechas que convierten la ciencia en un recinto cerrado. En el sistema educativo no podemos acabar con todas ellas. No podemos modificar el proceso de elaboración de los Planes de I+D+i, que podría ser más participativo. Tampoco podemos cambiar el sistema de investigación, con la distribución de recursos económicos y méritos académicos…
     En lo que sí tenemos cierta responsabilidad, junto con los medios de comunicación, es en promover las vocaciones investigadoras y ofrecer una adecuada formación básica. Las tareas de divulgación son esenciales para despertar la admiración y el deseo de saber. Aquí es crucial qué imagen de la actividad científica transmitimos a los jóvenes. Porque a veces da la sensación de que hay un escalón insalvable entre los expertos y el resto de la población. Como si habitaran en otro mundo. Manejamos estereotipos que circulan en los libros de texto, en el cine y en los medios de comunicación. Son clichés que no nos muestran cómo es el verdadero trabajo de un investigador. 
         Hay varios mitos y prejuicios acerca de cómo funciona la ciencia que convendría repensar. En primer lugar, deberíamos cambiar el singular por el plural, y hablar de prácticas científicas. No hay un método único para todas las ciencias. Hay muchas formas de investigar. En segundo lugar, la verdad, la coherencia y la utilidad son muy importantes, pero hay otros valores que impregnan la actividad de los científicos, como los estéticos y éticos. Las ciencias son actividades humanas, condicionadas por intereses, por el contexto social y cultural. Nadie se libra completamente de los sesgos cognitivos. En tercer lugar, la investigación no es un hecho solitario, de un genio aislado y con capacidades sobrehumanas. El trabajo científico es colectivo, funciona en equipos, en redes. En cuarto lugar, la política científica no corresponde solo a los expertos. Todos los ciudadanos podemos participar y decidir en qué se debe investigar… En el fondo, todos estos mitos han contribuido a deshumanizar la labor de los científicos.
       Hay dos libros que pueden ayudarnos a reflexionar sobre esa imagen distorsionada. “La manzana de Newton y otros mitos acerca de la ciencia”, editado por Biblioteca Buridán, es una obra colectiva en la que diferentes especialistas analizan 27 mitos. Hay mitos de la historia de la ciencia sobre temas concretos que todavía aparecen en algunos manuales. Patricia Fara, por ejemplo, habla de uno muy conocido: “Que la manzana cayó de verdad y que Newton inventó la Ley de la Gravedad, eliminando con ello a Dios del Cosmos.” También hay mitos de cuestiones generales. Michael D. Gordin aborda otro muy extendido: “Que hay una clara línea de demarcación entre la ciencia y la pseudociencia”.
     “Perdidos en las matemáticas. Cómo la belleza confunde a los físicos” es de Sabine Hossenfelder, publicado por Ariel. La autora es una física dedicada a la gravedad cuántica. Conversa con varios físicos actuales para hablar sobre qué papel representan criterios como la belleza, la simplicidad, la naturalidad y la elegancia a la hora de aceptar teorías en física de partículas. Reflexiona sobre los sesgos que influyen en los investigadores, el papel de los experimentos y de las matemáticas, la estructura de las comunidades  científicas, los intereses, las dinámicas internas…

https://www.diariodejerez.es/jerez/educacion-mitos-ciencia-abierta_0_1411059411.html

domingo, 10 de noviembre de 2019

TIENDA DONDE SE VENDEN LIBROS

       
Foto de Francesc Catalá Roca
   
        Me encantan las definiciones. Son tan escurridizas… Y me gustan todas, tanto las que aciertan como las que resultan ambiguas, incompletas, muy largas, muy cortas, simples, barrocas… En los diccionarios hay muchas, casi de todos los seres que existen en el universo. Abarcan todos los entes, nada más y nada menos, incluidas las librerías... Tienda donde se venden libros. El académico ha dado en el clavo. Podría haberse enredado con la actividad cultural y social de esos establecimientos, pero no. Se ha ceñido al asunto, a la esencia. Allí compramos conjuntos de muchas hojas de papel u otro material que, encuadernadas, forman un volumen.
         En un mundo digital donde todo lo referido a la cultura tiende a ser o parecer gratis, esta definición es subversiva, provocadora. Lo que antaño nos parecía una simpleza, ahora nos encandila por su perspicacia, por su espíritu crítico. En un mundo atolondrado, las verdades del barquero son sentencias revolucionarias. Y es que nos estamos acostumbrando mal. Recuerden cuando nos reíamos de los niños de ciudad que pensaban que la leche salía del tetrabrik. Ahora, los habitantes del ciberespacio pensamos que los productos culturales salen del móvil… Al entrar en una librería se produce la anamnesis. La atención de los libreros, la presencia de alguna escritora, el olor a papel… todo ello nos hace recordar que de la nada es imposible que surja algo.
         El librero es la persona que tiene por oficio vender libros, aunque a veces no lo parezca. Tenemos constancia de que a algunos les da por recomendar lecturas, presentar a escritores, organizar talleres literarios, incluso hablan de materias ajenas al cambio de libros por dinero... Así que se entretienen en lo accidental y dejan de lado lo esencial. Todos somos humanos. Hay que saber perdonar estos descuidos. En su defensa argumentan que vender un libro no es tarea fácil. No lo es cuando el lector no sabe nada ni cuando cree que los sabe todo… En el primer caso se inicia un interrogatorio detectivesco, para dar con el misterioso ejemplar. En el segundo, el cliente entabla una jugosa conversación sobre por qué quiere ese título. Es un espacio para crear comunidad…
         Acudo al diccionario para comprobar si en algún lugar los libros y el espacio aparecen juntos. En ninguna definición se los relaciona directamente. Que los libros ocupan espacio es una de las leyendas urbanas y rurales más extendidas. Mire hacia su biblioteca, contemple su libro preferido, y dígame si ocupa espacio. Nadie en su sano juicio es capaz de semejante teoría, descabellada y peregrina. El espacio es la extensión que contiene toda la materia existente. Como mucho el espacio contiene libros, que es muy distinto… Y lo mismo ocurre con el tiempo, duración de las cosas sujetas a mudanza. La lectura no consume tiempo. Como mucho, lo crea. En las librerías, el espacio y el tiempo se retuercen ante la presencia de las letras, las historias, los poemas y los ensayos. Tengan cuidado, unos instantes con los libreros pueden convertirse en horas fuera del mágico recinto. Cuando salimos a la calle, el mundo ha cambiado, quizás ni nos esperen ya.
         El lector es el que lee, y punto. Qué fácil es decirlo… El escritor es el que escribe, otro punto. Qué fácil es desearlo… Para leer se requiere paciencia, plasticidad mental, ganas de disfrutar, deseos de soñar y un ligero olvido del mundo. Los escritores deberían ser moderados en cuanto a la calidad de sus textos. Los libros muy buenos animan a leer sin piedad, sin misericordia. Volvemos corriendo a la librería y pedimos todo lo que tengan sobre una escritora. Todo, absolutamente todo. Lo que ella escribió y lo que otros han contado sobre ella, sobre su entorno o sobre sus huellas. Menos mal que los libreros, nada más vernos llegar con esa cara de lunáticos, nos cogen de la mano, nos tranquilizan y nos conducen por los laberintos que se ocultan en el espacio enrevesado de la librería. Y si la cosa es grave, nos recetan un buen club de lectura o un taller literario que está a punto de comenzar detrás de los libros de viajes.

https://www.lavozdelsur.es/tienda-donde-se-venden-libros/

martes, 8 de octubre de 2019

REVISAR LOS NIVELES

Ilustración de Domingo Martínez
          Tenemos la moral por los suelos, diría hoy el profesor Aranguren. Vivimos entre el desencanto y la desmoralización, “la pérdida de confianza en la empresa del quehacer colectivo, que trasciende el personal de cada uno de nosotros”, aclaraba en “De ética y de moral”. Y esa es hoy la palabra clave, confianza. Hemos pasado de la indignación al desánimo. Nos invade una terrible desgana moral, una desidia cívica. Ya no confiamos en las palabras de nuestros representantes ni en nuestra capacidad para transformar la realidad. Si los cimientos éticos y políticos se erosionan, la ruina puede llegar a ser incluso existencial: “Un hombre desmoralizado es simplemente un hombre que no está en posesión de sí mismo, que está fuera de su radical autenticidad y por ello no vive su vida, y por ello no crea, no fecunda, no hinche su destino”, explicaba Ortega y Gasset en “Por qué he escrito El hombre a la defensiva”.
         Nos urge levantar la moral de la ciudadanía… El problema es que tampoco sabemos a quién corresponde hoy esa tarea. Ignoramos por dónde empezar. Descartados los políticos, de momento, habrá que mirar hacia otro lado para encontrar verdaderos animadores morales. A lo mejor son los intelectuales, profesores, científicos, artistas, periodistas, panaderos, médicos, agricultores, deportistas… Tampoco los docentes tenemos claro cómo se puede recuperar esa confianza, con qué métodos y contenidos. Cuando insistimos en la importancia del diálogo y los consensos en los parlamentos… Cuando decimos que en política el bien común ha de estar por encima de los intereses particulares… Nos topamos con un muro de sospecha y rechazo.
         Desde un punto de vista realista y pragmático, quizás sea cierto que nuestras democracias funcionan a pesar del desencanto y la desmoralización de sus ciudadanos. La abstención es preocupante, nos dicen, pero no paraliza la maquinaria procedimental. Las consideraciones éticas de los ciudadanos están en segundo plano, como un adorno. De hecho, el entusiasmo ético puede llegar a convertirse en un estorbo… El nivel de conciencia cívica tiene un máximo, insinúan. Si el ciudadano lo sobrepasa, pone en cuestión las normas del sistema. Se vuelve un revolucionario… ¿Es necesario un mínimo de compromiso moral con las instituciones? Imaginemos un partido de baloncesto en el que los jugadores desconfían de todo, de las reglas, de la autoridad de los árbitros, de su propio entrenador, de su club… Este nihilismo deportivo convertiría el juego en un mero mecanismo sin sentido.
         Las causas del desánimo político son bastante conocidas. Para Francisco Fernández Buey (“Ética y filosofía política”), la tecnificación y la mercantilización de los partidos han conducido a que funcionen como oligarquías. Todos los partidos son maquinarias electorales al servicio de un líder. Y las nuevas formaciones tardan muy poco tiempo en imitar a las viejas. La ciudadanía siente que su voto no sirve para nada y aumenta la abstención. Además, esta crisis de representación afecta sobre todo a los de abajo, a los excluidos del sistema, a los que viven en precario.
         A estas alturas, la confianza moral ya no se recupera con promesas, sino con reformas estructurales. Ya son demasiadas las promesas incumplidas por la democracia representativa. A no ser, claro, que el objetivo consista en mantenernos en la apatía política, para no molestar. Esas reformas nos remiten al problema de la esencia de la democracia, a pensar qué debería ser de verdad y a mejorarla. Para animar a la ciudadanía es preciso crear nuevos cauces participativos. Los niveles de compromiso ético con la democracia solo se recuperarán profundizando en ella. Ni votar ni pertenecer a un partido político son suficientes. Cuesta convencer a la gente de que ir a votar es bueno, que es un derecho democrático y, quizás, un deber. Uno no se siente con fuerza moral para animar a los demás a formar parte de un partido político… Es cierto que nos quedan las asociaciones. Se puede hacer una gran labor cívica en ellas, pero no generan cambios legislativos de forma directa. Necesitamos inventar mecanismos intermedios en los que el ciudadano pueda desplegar su racionalidad práctica. ¡A pensar!


jueves, 22 de agosto de 2019

ÉTICA DE ROEDORES: INTEMPESTIVO

   

       Nada parece suceder en su momento oportuno. Los malditos roedores no saben ya a qué atenerse. El terrible dinosaurio domina los tiempos de todos los organismos del bosque. Lo que ayer era posible hoy es intempestivo. Quizás esos grandes seres conozcan otras leyes de la naturaleza, ajenas al ruin intelecto del roedor común. La vieja sabiduría del bosque profundo aconseja no precipitarse. El momento oportuno, ese que no debemos dejar escapar, solo se presenta ante las mentes prudentes, las que saben esperar lo necesario. Esa misma ciencia del mundo nos recuerda que el roedor no es un árbol, ni una seta. Esperar más de lo debido nos convierte en piedras, cantos rodados. Sabe el filósofo que no hay un algoritmo para atrapar a kairós, ni lo habrá. Habitamos la incertidumbre de las sombras. Nadie conoce las leyes de la sazón universal, ni las conocerá. Claro, el terrible dinosaurio aparenta saber más de la cuenta, así intimida al maldito roedor. 

martes, 30 de julio de 2019

ÉTICA DE ROEDORES: UNDERGROUND

Foto de Juan Carlos González

    Hay un flujo vital subterráneo que nunca saldrá del todo a la luz, un mundo que yace bajo tierra, lleno de ideas, deseos, imágenes, formas, bocetos, intuiciones, argumentos, perspectivas... De ese pensamiento brota la resistencia ética y estética. Si saliera a la luz, se convertiría en estatua de sal, en producto. Sabe el filósofo que hay muchos estratos en las profundidades, y que del último lo ignoramos todo. En la superficie habita la luz que clasifica y banaliza. Es el espectáculo del mercado: la alegoría de la caverna, pero al revés. Los roedores encadenados deambulamos por la zona iluminada por el sol, tan dorado y reluciente. Vivimos como urracas aturdidas. Los de abajo son libres, en la oscuridad, donde no llega la radiación que convierte todo en mercancía. Pero la luz ciega y atrae con una poderosa fuerza... La oscuridad es un sinvivir, sentencia el gran dinosaurio. No es de extrañar, piensa el filósofo, que el roedor inquieto frecuente las zonas sombrías del bosque, pliegues terrosos a los que no tiene acceso la mirada de la bestia, aunque sí su alarido encolerizado. Las sombras nos hacen recordar lo que quisimos ser de verdad. Ese flujo vital nunca será atrapado por los moldes luminosos que dan forma al teatro universal. Y con esta imposibilidad sueña el dinosaurio todas las noches. Le acosan pesadillas horribles... ¡Cuesta tanto domar a todos los roedores! ¡Siempre escondidos entre las raíces! ¿Por qué no se conforman nunca con con nada?

martes, 11 de junio de 2019

LECTOR DE DICCIONARIOS

       

        Las palabras a veces nos provocan extrañeza estética. Estás leyendo y, de repente, tienes que frenar en seco. No es necesario que la palabra sea nueva, rara o culta. Puedes haberla usado todos los días de tu vida, pero ahora te obliga a parar y contemplarla como nunca lo habías hecho, con una mezcla de placer y asombro: se abre un abismo en nuestra mente ante lo sublime del lenguaje.
         Esa experiencia estética no acaba ahí. Acudimos al diccionario para saber más de esa palabra, todo lo que esté a nuestro alcance. Queremos precisar el significado, su uso y su origen. Hemos caído en una enrevesada trampa, porque un término nos lleva a otro en una cadena sin fin.
          Así se convierte uno en lector de diccionarios. Llega un momento en el que no hace falta un cebo. Nos adentramos en el diccionario para ver qué hay en el universo, para explorar una ruta nueva, desde el azar, la curiosidad o como forma de huir del aburrimiento que genera el lenguaje de plástico tan desnutrido que nos invade hoy.
         Los diccionarios nos ayudan a leer, una tarea irrealizable según dice Ortega y Gasset en su comentario al Banquete de Platón. “Leer, leer un libro es, como todas las demás ocupaciones propiamente humanas, una faena utópica.” Porque el proyecto de entender completamente un texto es una labor imposible. Su "Axiomática para una nueva filología” se resume en dos principios: 1º Todo decir es deficiente (dice menos de lo que quiere). 2º Todo decir es exuberante (da a entender más de lo que propone).
         Ya en el siglo XIII a. C. existían listas de palabras ordenadas en acadio para ayudar a los escribas, nos explica Javier López Facal en su libro La presunta autoridad de los diccionarios (Los libros de la Catarata, 2010). En el templo funerario de Ramsés II, también de esa época, se encontró una colección de palabras ordenadas por familias léxicas. En la Grecia arcaica y clásica los glosógrafos, escritores de glosas, realizaban aclaraciones con fines escolares, con sinónimos, para entender la Ilíada y la Odisea. Elaboraban listas de palabras raras, fuera de uso, para que los lectores comprendieran esas grandes obras. Javier López Facal sitúa en Alejandría el nacimiento de la lexicografía griega, en el entorno del Museo y la Biblioteca, sobre el siglo III a. C.  Ahí comienza una historia que llega hasta Wikipedia.
         Elaborar diccionarios es una de las tareas más duras y necesarias.  Tanto en solitario como en grupo, se trata de una labor que puede durar varias décadas, incluso toda una vida. Ahora, con los ordenadores y las bases de datos, nos parece relativamente fácil, pero imagínense a María Moliner rellenando sus fichas en casa… Aunque se utilicen los diccionarios anteriores como base, el lexicógrafo siempre desea ampliar y actualizar la lista de palabras.
         Y es una labor de los humanistas, de los que se dedican a la humanidades, tan inútiles según algunos. Hay que animar a nuestros alumnos a que se dediquen a las ciencias del lenguaje. Así tendrán acceso a uno de los mayores placeres intelectuales y participarán en una de las actividades más útiles para la civilización. En la llamada sociedad del conocimiento necesitamos buenos diccionarios y enciclopedias, en papel y digitales.
         Los diccionarios nos liberan de la ignorancia. Disuelven el aura sagrada de las palabras técnicas y desmitifican el lenguaje culto. La etimología nos asombra a todos los lectores porque nos muestra estratos ocultos de realidad y belleza. El lenguaje es una red de redes, una telaraña de infinitos nodos y niveles que está al alcance de cualquiera. Conocer esas redes léxicas nos facilita el manejo de los vocabularios científicos, ya sea en la biología o en el derecho. Con el lenguaje se configura el mundo. Si las palabras son una caja negra o un ídolo sagrado, alguien las utilizará para tener más poder sobre ti.
https://www.diariodejerez.es/jerez/Lector-diccionarios_0_1362764166.html

martes, 14 de mayo de 2019

ÉTICA Y POLÍTICA: EL BIEN COMÚN

           


        Los ciudadanos solemos anteponer los valores éticos a cualquier proyecto económico, social o cultural. Exigimos unos mínimos éticos a nuestros representantes. Sin embargo, esas expectativas no se cumplen. Decepcionados, creemos que los políticos solo desean alcanzar el poder y que harán cualquier cosa para obtenerlo. Predomina la racionalidad estratégica: los votantes somos un mero medio para satisfacer sus deseos. De las otras dimensiones de la racionalidad, como la ética y la comunicativa, ni hablamos. Cuando son mencionadas es para adornar el discurso, nada más. La mayoría de los políticos, quizás todos, están atrapados en las maquinarias de sus partidos. De aquí se derivarían muchos vicios, como el engaño, la codicia, el abuso, la manipulación, la imprudencia, la intolerancia… Obnubilados por las riquezas y el poder, tratan como objetos a los votantes y a los contrincantes.
         Desde los griegos, la política se ha relacionado con el bien común, uno de los conceptos más escurridizos. La mayoría de las definiciones nos dejan insatisfechos: los asuntos públicos, el interés general, la razón de Estado… Definirlo no es el mayor problema. Lo realmente poco probable es que el político actúe pensando únicamente en el bien colectivo. Y es que hay algo que no cuadra. Por un lado, educamos para sobrevivir en una sociedad individualista, donde solo se valora la búsqueda del beneficio privado. Pero, por otro, exigimos que nuestros gobernantes, olvidando ese adiestramiento, hagan lo contrario y solo se fijen en el bien común…
         Sabemos que es muy complicado llegar a un acuerdo sobre qué es el bien común, pero también sabemos que es la idea regulativa que orienta nuestra convivencia. Se trata de un postulado de la racionalidad política. Existen bienes y servicios públicos que hay que gestionar. Vivir en comunidad implica asumir que compartimos espacios y que cooperamos para resolver los asuntos de todos. La pluralidad de intereses confluye en la unidad, en la armonía del todo. El bien común, en singular, hace referencia a un bien que no es la simple suma de los bienes que persiguen los individuos. A lo mejor es el bienestar, la felicidad, donde incluimos la justicia y la libertad… El bien común se transforma con el tiempo. Lo vamos concretando con cada decisión colectiva, con cada deliberación. Cuando en el parlamento aprobamos una ley, decimos que lo hacemos por el bien común, no por intereses particulares. En una sociedad perfecta, el bien común y los bienes individuales no entran en conflicto.
         Quizás sea hora de ampliar los conceptos de ética y política. Además de las virtudes clásicas, necesitamos otras nuevas. El político ha de ser honesto, inteligente, prudente, justo, sincero, valiente… Pero también tiene que ser creativo, porque el bien común se construye, se interpreta, se rediseña y se inventa. Y las virtudes relacionadas con la gestión han de ser superadas por las virtudes de la innovación y el ingenio. Los recursos son limitados, pero nuestra imaginación no. Da la impresión de que nos hemos resignado a realizar políticas de supervivencia, donde el ámbito de los sueños ha desaparecido porque ya solo miramos al suelo. No viene mal recuperar ese horizonte utópico. Imaginar lo que no tiene lugar, lo que aún no existe, es condición necesaria para la política. Si abandonamos la tarea de imaginar el bien común, nos quedamos sólo con la técnica y el aburrimiento.
         Platón decía que había que poner a prueba a los futuros gobernantes para detectar si obraban por el bien del Estado. El que haya sido seducido por los placeres, aterrado por los peligros o cegado por el ansia de riquezas, es decir, el que haya olvidado que siempre es necesario tener como fin el bien común, deberá ser rechazado. Algo parecido habría que hacer con las virtudes relativas a la imaginación. Si observamos que los que aspiran a gobernar la ciudad carecen de creatividad, habrá que descartarlos. En lugar de mítines donde se repiten frases hechas, en lugar de diálogos que son monólogos, deberíamos proponerles un conjunto de retos para que exhiban la capacidad de pensar sobre el poliédrico interés general y la habilidad de hacer mucho con muy poco o casi nada. 

martes, 9 de abril de 2019

MÁQUINAS HABITABLES

           Las vanguardias de principios del siglo XX, cada una a su manera, pretendieron transformar la actividad artística y la realidad social. La herida de la Gran Guerra no solo fue política y económica. La sensación de vacío y deshumanización impregnó las conciencias de los intelectuales. Había que redefinir el papel de las artes en una sociedad industrializada. Para dar a luz un mundo nuevo era necesario superar las viejas distinciones y desarrollar la obra de arte total. Todos los revolucionarios quieren partir de cero, hacer tabla rasa, para generar algo radicalmente nuevo y puro. La metáfora de la construcción suele ser muy útil: derribar el viejo y confuso edificio para levantar otro más sólido y luminoso, desde unos cimientos sanos.
         La Bauhaus ha sido definida como un experimento artístico y pedagógico que se nutrió del espíritu de las vanguardias artísticas y políticas del momento. Walter Gropius se propuso crear una escuela en la que el artesano y el artista volvieran a encontrarse. Los alumnos debían abandonar todos sus prejuicios y ponerse en contacto directo con los materiales. Dominar un oficio es la condición de posibilidad de la creatividad. Y la arquitectura será la disciplina encargada de integrar todas estas artes. El edificio reúne todas las técnicas, desde la distribución del espacio hasta el diseño de los muebles. “Anhelemos, concibamos, creemos conjuntamente la nueva arquitectura del futuro, en la que todo estará en una entidad: arquitectura y escultura y pintura, que millares de manos de artesanos elevarán hacia el cielo como símbolo cristalino de una nueva fe que está surgiendo”, dice Gropius en el manifiesto de 1919.
         Ya Marx había señalado algunas de las contradicciones de la mecanización, la producción en serie y la división del trabajo. Al mismo tiempo que el obrero se alienaba, el artesano, que desde antaño realizaba la obra de principio a fin, estaba en peligro de extinción. Además, el artista parecía haberse alejado del trabajo manual, del oficio. La Bauhaus desea recuperar la vieja idea europea de arte y cultura, pero dentro de la sociedad industrial y de consumo que se avecina. Si quiere resolver estos problemas, su programa ha de ser interdisciplinar. Por lo tanto, en su comunidad ofrece una enseñanza manual e intelectual, incluso un modo de vida.
         Los primeros años de la escuela están marcados por el expresionismo. El contacto con la materia es el camino para que emerja lo que habita en el creador. Johannes Itten, mediante su enfoque ascético y místico, pretende que los alumnos aprendan a expresarse a través de su interacción con la materia. Y los maestros, como Klee y Kandinsky, buscan una teoría de la forma y del color. Se trata de un ejercicio de análisis y síntesis. El artista parte de lo simple: la rueda del color junto con las tres figuras básicas, el triángulo, el cuadrado y el círculo. Quien domine esas nociones podrá llegar a lo complejo, a expresar lo que no se puede ver.
         La fusión de arte, ciencia e industria comienza a concretarse con la llegada de artistas afines al neoplasticismo, constructivismo holandés, y al funcionalismo. Se diseña a través de rectas y planos, y se abandona la ornamentación innecesaria. La tipografía, geometría con colores puros, representa el estilo Bauhaus en la escritura, en los carteles, en la publicidad… Diseñan muebles y casas modelo. El arquitecto ofrece un tratamiento racional del espacio. Pero surge un estilo demasiado frío y deshumanizado, según algunos críticos. La racionalidad técnica y la mecanización de lo orgánico son presentadas como sinónimos de modernidad y progreso.
         La historia de la Bauhaus refleja muy bien dos contradicciones conceptuales de la cultura contemporánea europea. Por un lado, en la escuela tienen que convivir la intuición y la razón. La racionalización puede ayudar a expresar lo más elevado de la condición humana, pero también corre el riesgo de desembocar en deshumanización. Por otro, el artista puede dedicarse a la forma pura, y ser autónomo. Ese ensimismamiento lo aleja de la sociedad, de la vida cotidiana de los ciudadanos y sus problemas reales. Sin embargo, la fusión de arte y vida conducirá a la heteronomía, al arte como siervo de la política o de la industria. El diseño industrial, la arquitectura funcionalista y las técnicas de publicidad muestran a veces lo mejor y a veces lo peor de nuestra forma de vida: libertad expresiva y creatividad frente a servilismo y alienación. Quizás la obra de arte total sea este mismo embrollo, del que por suerte nunca saldremos.

viernes, 8 de marzo de 2019

EXTENSIONES

      Me imagino a mis padres sentados en el horno mientras se miran en silencio. Se recuerdan todo con la mirada. Oscurece en la calle y solo el perro del pastor rompe el silencio. Ya no hay que cocer mañana. No hace falta preparar la leña, ni la harina, ni la levadura. El horno está frío. Los ladrillos húmedos, con el moho del olvido. Todo está hecho ya, la artesa vacía, los tableros sin pan, y el pan sin harina. Ya no hace falta pensar. Nadie quiere el pan. Se miran sentados en el horno, callados. No pueden hablar. La niebla atraviesa el tiempo. Recuerdan el agua del canal, las esclusas y las barcas. Pero les cuesta recordar cómo era el calor del horno, porque ahora solo conocen la helada. El roble y la encina no arderán mañana. Permanece la cernada. Suenan las campanas y hace frío. Recuerdan todas las casas que habitaron. Baja la niebla. Y escribo al anochecer, cuando ya no hay que preparar la harina y la leña para mañana. Estoy fuera, los observo por la ventana. Están quietos y se miran a oscuras. Recuerdan frente a la mesa vacía, donde hacían el pan y los dulces. El perro del pastor ladra. Y yo escribo desde muy lejos, desde el sur.

martes, 12 de febrero de 2019

RETOS PARA LAS CIENCIAS

       El número de Investigación y Ciencia del pasado diciembre dedicaba una sección a realizar una mirada crítica sobre el estado de la ciencia global. Cuando vemos que el presidente del país más poderoso del planeta se niega a admitir las evidencias experimentales, cuando comprobamos cómo prosperan las pseudociencias, el engaño y la superstición, es necesario pararse a pensar para retomar con fuerza el espíritu ilustrado. Esa mirada autocrítica se centra en tres aspectos: la financiación, la reproducción de los experimentos y el trabajo interdisciplinar.
         John P.A. Ioannidis menciona varios problemas referidos a la inversión en ciencia. No gastamos lo suficiente en investigación, y la mayoría del dinero, dice, recae en pocas manos. No se financia a los investigadores jóvenes ni a los proyectos con ideas arriesgadas. No se recompensa a los que comparten técnicas. Hay líneas de investigación que acaparan gran parte de los fondos. Parece que se valora más la capacidad de gestión y atracción de dinero que la calidad del proyecto. Además, utilizar fuentes privadas de financiación con ánimo de lucro genera conflictos de intereses. Según una serie de artículos publicados en 2014 en The Lancet, “el 85 por ciento de la inversión en biomedicina acaba malgastándose”.
         Shannon Palus analiza un problema que afecta a la metodología científica y a la calidad de la investigación: repetir los experimentos que ha realizado otro laboratorio no es tarea fácil, cuando se supone que es uno de los pilares esenciales del buen hacer investigador. El objetivo es publicar resultados en las revistas especializadas para alcanzar prestigio académico y atraer fondos. Sin embargo, muchos de esos estudios (el 90 por ciento en algunos campos como la biomedicina) no pueden ser repetidos en otro laboratorio por otro equipo. En psicología solo el 36 por ciento de los experimentos repetidos han dado resultados similares al trabajo original. Una de las razones de estas dificultades tiene que ver con “la aversión a compartir técnicas por miedo al robo de una primicia”. Se premia la noticia impactante, no el trabajo bien verificado y desarrollado para que pueda ser utilizado por otros científicos. Poder replicar un experimento ajeno implica seguir una línea de investigación y profundizar en ella.
         Graham A. J. Worthy y Cherie, L. Yestrebsky hablan del tercer gran problema: trabajar de forma interdisciplinar. La excesiva compartimentación de la ciencia impide abordar temas de gran complejidad. Los problemas ecológicos, por ejemplo, requieren un trabajo interdisciplinar para abarcar todas las dimensiones: física, química, biológica, social, política… La especialización y la incomunicación entre áreas de trabajo “pueden limitar la creatividad, la flexibilidad y la agilidad”. Los autores comentan que no es nada fácil crear equipos interdisciplinarios porque los científicos creen que pueden perder prestigio académico. En el artículo cuentan su experiencia, bastante positiva, en la formación del Centro Nacional para la Investigación Costera Integrada (UCF Coastal), en Florida.
         Para comprender mejor el problema de la escasa cooperación entre disciplinas, recomiendo el libro “¿El mito de la ciencia interdisciplinar?” del sociólogo de la ciencia Francisco Javier Gómez González, editado por Los libros de la catarata (2016) en colaboración con la Organización de Estados Iberoamericanos. El autor explica el origen del concepto de interdisciplinariedad, los obstáculos que existen para llevarla a cabo y las actuaciones necesarias para salvarlos. Tenemos un sistema de investigación centrado en las disciplinas autónomas, aisladas. Y las barreras institucionales, administrativas y cognitivas siguen siendo muy resistentes. En el texto se expone cómo fomentar una investigación reticular y transdisciplinar, orientada a los problemas. Aporta documentos oficiales sobre el asunto y la bibliografía pertinente para seguir investigando.

domingo, 10 de febrero de 2019

RESCATE CON NOCTURNIDAD

   He rescatado unos libros. Estaban a la intemperie, encima del contenedor de papel reciclado. Alguien los ha dejado encima. Podría haberlos metido dentro directamente, pero no, los ha dejado encima. Los he visto cuando salía de casa, cuando he ido a tirar el papel acumulado. He visto su perfil recortado contra la luz de la farola. Son libros, me he dicho. Al coger uno, me he llevado la sorpresa de que eran todos de la colección Círculo Universidad, ciclo Ciencias Humanas, de Círculo de Lectores. Sin embargo, cuando los he revisado en casa, he visto que uno de ellos era de otra colección, Mundo Verde, un tomo dedicado a las aves rapaces diurnas y nocturnas. Había búhos y lechuzas, símbolos de la sabiduría, o de la nocturnidad. Recoger libros de la basura quizás no sea la tarea más higiénica que uno pueda recomendar. Ya lo sé. Pero si te encuentras con uno de los primeros libros de Filosofía que compraste hace años... Entre los ocho no estaba la Introducción a la lógica y al análisis formal de Manuel Sacristán, pero sí que estaba la Introducción a la Filosofia de Karl Jaspers. Tampoco sé exactamente de qué los he rescatado, quizás de la humedad o de la trituradora de papel. No lo sé, quizás del maldito tiempo, que todo lo arrasa. Esta es una enfermedad como otra cualquiera. Los síntomas son evidentes y el diagnóstico previsible. Dejar un libro abandonado a su suerte no está bien. 

martes, 8 de enero de 2019

DIGITALIZAR LA COMUNIDAD EDUCATIVA


   

    El determinismo tecnológico sostiene que los cambios en los sistemas técnicos implican necesariamente transformaciones en la economía, la política y la cultura. Toda revolución tecnológica ha propiciado una revolución social. Y nadie puede eludir esos procesos. Desde la primera piedra tallada hasta la inteligencia artificial, cada innovación técnica ha generado formas nuevas de organización. Ha habido cambios lentos y rápidos, positivos y negativos, locales y globales… Los optimistas aseguran que el balance es positivo, mientras que los pesimistas identifican tecnología con deshumanización.
       Los ciudadanos somos usuarios, consumidores, votantes, profesionales... Además formamos parte de instituciones y organismos. Somos nodos del tejido social, del sistema tecnológico, y no permanecemos al margen de las innovaciones técnicas. Cuando utilizamos una herramienta o una máquina, seguimos una secuencia de operaciones. La interacción con un dispositivo es una relación corporal: acciones de nuestras manos, pies, ojos, oídos y cerebros. Ponemos en práctica nuestras destrezas cognitivas, motoras y afectivas. Cada programa de operaciones asociado a la máquina nos solicita un cierto despliegue de esas destrezas. Los sistemas educativos pertenecen al sistema tecnocientífico.
        Damos por hecho que los medios que utilizamos en educación son transparentes. Entre alguien que explica y alguien que aprende es posible introducir canales, soportes, aparatos, algoritmos, gráficos, espacios, tiempos, y otras personas. Alguien explica y alguien imita. Alguien explica y alguien reproduce. Esta es la esencia de la educación. Y lo que se enseña puede ser una lista de nombres, una forma de calcular o dibujar, un modo de interpretar, una relación de acontecimientos o teorías… Alguien habla y alguien escucha. Esa estructura esencial, que nació con nuestra dimensión social y lingüística, siempre ha necesitado soportes materiales y procesos formales. Ni los soportes ni los procesos son transparentes, sino translúcidos, como filtros. Tampoco son recipientes vacíos en los que la sustancia transportada entra y sale sin sufrir alteraciones.
        No es lo mismo redactar con máquina de escribir que con un ordenador y un procesador de textos, me dijo en una ocasión un profesor. Con la vieja máquina, si te equivocas o te arrepientes, debes romper la hoja y empezar de nuevo. Esto exige mucha concentración creativa. Sin embargo, con el procesador puedes realizar infinitas correcciones, introducir adjetivos y aclaraciones hasta el infinito… El texto deja de ser una creación discursiva lineal y se convierte en un collage. Hubo una época, cuando aparecieron los primeros ordenadores personales, en la que los escritores sabían, por el estilo, si una obra había sido escrita con las viejas máquinas o con los nuevos aparatos digitales. Decía Vilém Flusser que el fotógrafo creativo debe liberarse del programa que contiene la cámara: mirar por el objetivo pero sin seguir el programa establecido por el aparato, usar la cámara para huir de ella… Las máquinas, ya sea para producir objetos o para observarlos, ejecutan el programa industrial que define qué es una imagen y qué es la realidad.
      La digitalización de los centros de enseñanza tiene como objetivo crear organizaciones educativas digitalmente competentes. Se pretende que toda la comunidad educativa utilice las tecnologías de la información para mejorar la administración del centro, el proceso de enseñanza-aprendizaje y la comunicación con las familias. Hay una fase de diagnóstico para medir nuestra competencia digital y detectar lo que necesitamos perfeccionar. PRODIG es un programa que se inserta en el marco europeo de digitalización de las instituciones.
        Es el momento de pensar qué recursos digitales necesitamos y qué tipo de destrezas cognitivas y sociales van a promover los artefactos. Ya tenemos experiencia con los ordenadores y las pizarras digitales, aunque falten todavía estudios empíricos completos y rigurosos. Ahora convendría analizar cómo ha evolucionado en estos últimos años la capacidad de atención, el uso de la memoria, el tratamiento de textos y de imágenes, el uso de información y actividades en línea, la comunicación a través de correos electrónicos y redes sociales… Deberíamos estudiar el grado de transparencia cognitiva de todas estas herramientas.
     Con prudencia, cálculo racional y sentido común podemos aprovechar de forma crítica las posibilidades tecnológicas que nos ofrece el mercado. Habrá que alejarse del abuso de la imagen, de la atención efímera, de la pasividad, de la falta de creatividad o del infantilismo que genera el excesivo control. La solución no es vivir desconectados. Aunque hay pensadores y creadores que sostienen que es imposible generar algo realmente valioso si seguimos el ritmo de las redes digitales, la mayoría cree que los espacios digitales abren infinitas posibilidades. Pero estas posibilidades solo son ruido si no utilizamos el viejo y ruinoso mecanismo de pensar.