viernes, 25 de noviembre de 2016

LA LLUVIA

   La lluvia arrecia por la calle Francos mientras la noche adormece la conciencia de ruina. Quizás haya humanos al otro lado de la oscuridad. Todo cambia, nada permanece, decía Heráclito. Y nada quedará, pensamos los habitantes de una ciudad clausurada, abatida por la desidia y el desconcierto. El agua fluye por el río de las miserias, el río del olvido. Tarde o temprano reconoceremos la mirada de los cimientos. Quizás sea tarde, entonces, para imaginar. La lluvia arrecia por la plaza Plateros, y los adoquines brillan con el esplendor de siempre, de antaño. Pero ya no habrá sitio para las comedias ni las tragedias. No lo merecemos.

domingo, 20 de noviembre de 2016

VIENTOS MAGNÉTICOS

Marcel Duchamp
   Iconos laicos con poderes divinos nos esclavizan sin piedad. Y lo deseamos, claro que lo deseamos, con toda nuestra energía, consciente e inconsciente. Nadie quiere huir en un espacio curvo, enrevesado, quizás una espiral, quizás una ilusión. Inclinamos la cabeza a su paso, pero movemos los dedos, como signo de resistencia y libertad. Han logrado que compremos nuestras cadenas, eslabones de vanidad. Eludimos el horizonte, pero tampoco palpamos la tierra. Vida mental ceñida a lo concreto. Hileras de imágenes aturden nuestra conciencia. Y las deseamos, claro que las deseamos, como si fuese nuestra última oportunidad de comprendernos. Nada representa nada porque todo está dentro y todo transcurre en el espacio icónico. Extrañamiento como forma de ser, de casi estar. Vivir en la sociedad icónica es vivir atrapado en la red difusa. Administran los tiempos y aceleran los ritmos. Ni los instantes nos pertenecen. En la sociedad icónica es lo primero que se cede, para avanzar, para ir hacia el infinito. Nos han vuelto a prometer la eternidad y lo hemos creído. Omnisciencia, eso hemos recibido a cambio de los instantes. Todo lo sabemos porque nada nos sucede. Ya nada nos sorprende. Iconos laicos con poderes divinos arruinan nuestra existencia. Ya no hay acciones, porque de rodillas todo está repleto de presencias, de obstáculos, de espejos. Somos veletas que han olvidado que son brújulas.

miércoles, 9 de noviembre de 2016

NOVENTA MEDITACIONES POÉTICAS

       La filosofía comienza con la admiración, decía Aristóteles., con una especie de conmoción intelectual, un reconocimiento de la ignorancia acompañado por un fuerte deseo de saber. Podemos sentir admiración ante la luz de las lejanas estrellas, la belleza de un acantilado, la estructura de una neurona o un texto literario. La filosofía de la literatura nace también de ese estado mental.
         En la novela “En la casa del padre”, José Manuel Caballero Bonald describe así una bodega: “Y había allí como una paulatina cerrazón del aire que parecía interceptar el desplazamiento de los cuerpos, y ese olor apelmazado y persecutorio, un olor prenatal a levaduras indescriptibles que podía acabar siendo absorbido por la piel, alojándose allí dentro para toda la vida”. Y continúa: “Ella avanzaba recelosa por esa penumbra todavía estacionada en algún sueño reciente, sintiendo por los muslos arriba el vapor del terrizo de albero hacía poco regado, oyendo acaso el jadeo del vino en los toneles, la pugna de los microorganismos trabajando en lo hondo de las criaderas”.
         El lector se queda pasmado ante esta escritura. Algo ha sucedido para que se detenga y lo relea varias veces. El lector dice: “¡Esto es literatura de verdad!” Suponemos, entonces, que hay literatura de mentira o falsa literatura. O al menos que existen textos que sólo son literatura en apariencia. A veces, la poesía parece que ha abandonado lo poético, y no nos referimos sólo a la rima y la métrica.
    
Miguel Parra
  Los intentos de definir lo poético o lo literario han terminado en un fracaso o en un tipo de tautología, literatura es literatura, es decir, un texto es literario cuando alguien lo califica de literario. Ni las formas ni los géneros vendrán en nuestra ayuda. Una frase de un prospecto de un jarabe puede ser un verso de un poema. El límite entre poesía y prosa hace tiempo que ha desaparecido. Lo mismo ocurre con las lindes entre realidad y ficción. La creatividad literaria está avanzando por todos los senderos posibles. Sin embargo, hay textos, como el de Caballero Bonald, que nos impresionan y nos detienen, y hay otros que no los consideramos poéticos, ni literarios, aunque entretengan…
         María Payeras Grau le preguntó a Bonald en una entrevista que cuáles eran los elementos que convierten a un texto en específicamente poético. El escritor respondió: “La palabra artística, la manipulación de la palabra con fines artísticos. Yo siempre he dicho que lo que no es barroquismo es periodismo, aunque conviene explicar un poco el término barroquismo. Me refiero a él, no como un método de complicación sintáctica o de acumulación de elementos de adorno superfluos en una frase, o de adornos léxicos y sintácticos, sino como búsqueda de unas palabras que realmente definan mejor que otras lo que tú quieres decir”. Y en “Desaprendizajes” lo muestra de forma poética: “¿A qué lectura se refiere entonces esa fundante jurisdicción de la escritura? No desde luego al campo informativo de los signos, no a la superflua urdimbre coloquial ni a la siempre indigente demanda de la trama, no a nada que no sea la nutrición interna del idioma, esa secreta actividad de las palabras que no depende más que de su capacidad penetradora en el solar de lo desconocido”.
         El lector se encuentra con poemas que carecen de ese ingrediente poético. Y no se trata de un mero aspecto formal, porque a veces leemos poesía que consiste en mezclar palabras raras o cultas, yuxtaponer frases, metáforas, comparaciones, todo un arsenal técnico que no nos dice nada. Cuando el barroquismo fracasa, se convierte en forma vacía. Otro tanto ocurre en la novela. Porque, obsesionados con el ritmo narrativo, algunos escritores abandonan ese decir poético que debe estar inserto en todo género literario.
         Una vez presté un libro de Luis Mateo Díez, quizás fuese “La fuente de la edad”. El lector me dijo que no le había gustado porque los personajes no hablaban como la gente de la calle… Otras veces me han dicho que un libro no les gustaba porque no pasaba nada. Quizás ya no se busque lo poético en los textos. Quizás se publique demasiado y no haya un trabajo adecuado sobre esa “nutrición interna del idioma”, esa “secreta actividad de las palabras”.
         Recomiendo dos libros recientes dedicados a estas cuestiones. El primero es “La singularidad de la literatura”, de Derek Attridge (Abada Editores, 2011). El segundo es “El demonio de la teoría. Literatura y sentido común”, de Antoine Compagnon. (Acantilado, 2015).