martes, 8 de noviembre de 2022

Los valores del deporte

Ilustración de Luis Miguel "MOGA"

    Existen tantos deportes que es muy difícil proponer una definición que abarque todos los tipos. La que ofrece el diccionario de la RAE es bastante acertada. El deporte es una “actividad física, ejercida como juego o competición, cuya práctica supone entrenamiento y sujeción a normas”. La segunda acepción habla de “recreación, pasatiempo, placer, diversión o ejercicio físico, por lo común al aire libre.” Sinónimo de placer y entretenimiento. El origen de la palabra reside en el verbo deportare, que significa trasladar, transportar. Ya en el mundo antiguo era costumbre desplazarse al campo, al aire libre, para distraer la mente y descansar con el ejercicio.

    Como toda actividad humana, el deporte posee múltiples dimensiones. Cualquier intento de reducirlo a solo una de ellas carece de sentido. El deporte es juego, competitivo y cooperativo, actividad saludable y educativa, espectáculo, ocio y negocio. Estos ingredientes se mezclan de diferente forma según el contexto histórico y social en el que nos movamos. El papel de los medios de comunicación y el capitalismo, por ejemplo, ha transformado radicalmente la idea de deporte.

    La definición de la RAE me parece correcta porque dice “actividad física”. Si partimos del supuesto de que toda actividad humana es física, entonces la definición abarca tanto el levantamiento de piedras como el ajedrez. La polémica de los juegos de mesa y los videojuegos queda resuelta. Mover las piezas, o el mando, y pensar son prácticas físicas. El otro acierto de la definición es que habla de normas, sin especificar nada más. En los deportes hay normas de carácter técnico, ético y económico. Así que toda reflexión filosófica debe huir del reduccionismo y reconocer la complejidad del fenómeno.

    A veces ese reduccionismo se manifiesta al clasificar los deportes. Se suele olvidar que las personas desarrollan todas sus facultades al practicar cualquiera de ellos. La técnica es fundamental para saber lanzar un disco o correr los cien metros lisos. Utilizamos varios tipos de inteligencia para rendir mejor. No se trata de una inteligencia mecánica, como si fuese un algoritmo, sino creativa. Hay que pensar, ya estemos en el ajedrez o en natación. Es verdad que los problemas que hay que resolver son distintos, pero se trata de retos que exigen conocimiento de los métodos y creatividad para aplicarlos a la situación concreta. Y se desgasta mucha energía en ambos casos.

    Las actividades deportivas, incluso las competitivas, proporcionan un placer en sí mismo, con independencia de lo que busquemos. El objetivo puede ser lograr una buena marca, quedar los primeros, bajar de peso, aprobar el curso… Da igual, al hacer ejercicio, al jugar, nos sentimos bien, quizás somos más felices. Y lo uno no excluye a lo otro. Se puede competir para ganar y ser feliz al intentarlo. El problema es el exceso y la obsesión. Nos lo dice el sentido común.

    En el deporte hay valores éticos que contribuyen a la hora de forjar el carácter. La capacidad de esfuerzo, la disciplina, el autocontrol, el ansia de superación, el trabajo en equipo, el juego limpio… Y no hay una jerarquía fija entre ellos. No todo se reduce a ser competitivo. Ni se excluyen mutuamente. El deseo de ser el mejor no impide el juego limpio y el respeto al compañero. Los grandes deportistas lo demuestran cada día. No hace falta desarrollar juegos cooperativos, sin ganador, para fomentar el respeto o la solidaridad. Querer ser el mejor no tiene nada que ver con el egoísmo. Los excesos existen, ya lo sabemos.

    Como espectáculo, las actividades deportivas tienen una dimensión estética que suele ser olvidada. Hay belleza en la ejecución de un ejercicio. Ver espectáculos deportivos enriquece nuestra sensibilidad y nuestra inteligencia. En este punto, los deportes conectan con las artes. Otro de los errores es reducir todo a las emociones irracionales o pasiones ciegas. El amante del deporte busca ese placer inteligente que nos aporta el conocimiento de la técnica, la ejecución individual o colectiva y el logro de marcas cada vez mejores. Lo excesos del hincha violento y descerebrado ya los conocemos.

    El deporte no es un mero añadido a la cultura y el sistema educativo. Los valores del deporte son esenciales para el desarrollo pleno de las personas. Por eso debemos estar atentos y evitar que se mercantilice, se infravalore o se utilice como herramienta política para otros fines, ya sea como generador de identidades excluyentes o como opio del pueblo para desviar la atención y anestesiar la conciencia crítica de la ciudadanía.

sábado, 5 de noviembre de 2022

La persona como límite

        

    Las personas están por encima de las leyes, la burocracia y las políticas económicas y educativas. Las leyes tienen como función garantizar el pleno desarrollo de las personas. Para eso están los derechos fundamentales y la división de poderes. Somos sujetos materiales atravesados por relaciones sociales. Seres de carne y hueso, claro. No hace falta apelar a ninguna realidad trascendente para sostener que las personas tenemos dignidad, no precio. No somos un medio, sino un fin en sí mismo. No hay excusa para olvidar estas pequeñas ideas de la razón práctica.  Ni el bien común ni la razón de Estado pueden estar por encima de esa dignidad inmanente, ese mínimo ético. Lo público y lo privado cobran sentido si reconocemos la importancia de las personas concretas. A veces las grandes ideas nos ofuscan, nos impiden ver el horizonte con claridad. Argumentamos pensando que las leyes tienen valor en sí mismas. 

    La ideología es una forma de olvido de lo real, de las relaciones sociales concretas, de las vidas individuales. La persona es una condición de posibilidad del discurso ético y político. La crueldad humana, las injusticias y todo tipo de exclusión se olvidan de que toda política ha de ir de abajo arriba. Si no es así, estamos perdidos. Hay que dudar de toda estrategia que deje a un lado a los ciudadanos concretos, por muy bellas que sean las palabras, por muy nobles que sean los argumentos. Perdidos en las ideologías, en los grandes planes, corremos el riesgo de ignorar quién sufre realmente con nuestras decisiones. Izquierda, derecha, público, privado... Las grandes palabras de la política pueden cegar nuestra sensibilidad ética, nuestro sentido común.