miércoles, 23 de diciembre de 2009

“No sé si ustedes conocen al poeta...”

    Las palabras de Luis García Montero nos trasladaron a tiempos terribles de muerte y desesperación, tiempos vividos por Ángel González. En el jardín de la calle Caballeros nadie preguntó nada porque quizás no estábamos allí. Las palabras, llenas de afecto y sabiduría, nos habían impregnado de una extraña mezcla de dolor y esperanza utópica. Luis García Montero no nos había invitado a pensar, sino que nos había hecho habitar sus pensamientos y los pensamientos de Ángel. Como diría Vila-Matas, estábamos recordando los recuerdos del otro, del poeta. Cualquier pregunta que hubiésemos planteado nos habría expulsado de ese patio de La Luna Nueva.
     Luis García Montero mencionó el papel transformador que la enseñanza tuvo para los intelectuales de la II República. Se trataba de construir una sociedad de ciudadanos libres e iguales, donde las ciencias y las artes impulsaran el desarrollo económico y la justicia social. Desde la Institución Libre de Enseñanza, los intelectuales habían retomado los ideales de la Ilustración para modernizar la sociedad española y acercarla a Europa. La escuela pública y laica debía abarcar todo el territorio. Así se crearía un espacio público de personas iguales, libres de los privilegios de clase y de las viejas supersticiones.
        Luis García Montero se siente inmerso en ese proyecto. Su idea de literatura así lo refleja: “El verdadero compromiso de la literatura no está hoy en el contenido de los libros, en sus intenciones políticas determinadas, en la corrección o incorrección de sus protagonistas. Es más significativa su defensa del lenguaje como espacio público, su apuesta por el entendimiento de las conciencias individuales, en una época de realidades virtuales que homologan las conciencias y borran los lugares del diálogo.” (Inquietudes bárbaras. Anagrama). Sus artículos de prensa, su poesía y sus ensayos transmiten ese ideal revolucionario de los intelectuales que aman de verdad la democracia.
           Este compromiso no está bien visto por los amantes de la forma pura. Dicen que la verdadera literatura es aquella que no se propone transmitir ideas ni transformar la realidad. La literatura pura no se ensucia con ideas políticas o éticas. La estructura narrativa debe ser autosuficiente. Así, existen “novelas de ideas” y “novelas”. Según los más formalistas, el defecto de las novelas de ideas estriba en que es fácil distinguir entre forma y contenido. El contenido es la idea que se quiere transmitir a la sociedad. En la verdadera novela y en la verdadera poesía esto no sucede: no hay distinción entre forma y contenido. La literatura comprometida es forzada. Se nota que el autor se ha propuesto primero un objetivo moral o político y luego ha buscado los recursos formales para convencer.
      Sin embargo, los escritores que han vivido con intensidad su momento histórico y se han empapado de sus injusticias jamás han distinguido entre contenido y forma. Entienden la escritura como un deber cívico. El ámbito estético y el ético no están separados. El convencimiento ético atraviesa las capacidades del sujeto. Y al receptor también le sucede otro tanto. Comprende lo que le dicen con belleza y experimenta ese placer inteligente empapándose de realidad.
         Cuando regresaba a casa me topé con una asamblea de trabajadoras en la Plaza del Arenal. Una mujer estaba subida a un banco y hablaba al resto. Me quedé escuchando porque me pareció una imagen irreal, propia de principios del siglo XX. La mujer, sin megáfono, explicaba cómo se iban a desarrollar las movilizaciones de los próximos días. Pensé que todavía no había salido de algún recuerdo de Ángel González...