Norberto Bobbio ya habló hace muchos años de las promesas
incumplidas de la democracia. Ahora, la crisis económica y política ha vuelto a
poner en evidencia esas promesas. Con la democracia surgió la filosofía
política, una disciplina que reflexiona sobre el poder, la legitimidad, el
concepto de ciudadano, la justicia, la libertad… De algún modo, la teoría
política da por hecho que todos estos conceptos son problemáticos y lo van a
ser siempre. La democracia representativa moderna apareció desde el principio
como un sistema imperfecto, pero sin alternativa real.
Las
promesas de las que hablaba Bobbio siguen sin cumplirse. Los ciudadanos, como
individuos libres, racionales y autónomos, deberían ser los protagonistas de la
democracia. Según la teoría, son los ciudadanos los que, tras realizar un
cálculo racional, deciden pactar, establecer una autoridad política y unas
instituciones. Ceden parte de su libertad voluntariamente para formar una
voluntad general que se ha de concretar en instituciones. Son los individuos
los que eligen a los miembros de esas estructuras. Sin embargo, desde el
principio aparecieron los grupos de intereses, los partidos, y se convirtieron
en una especie de mediadores, de traductores de las necesidades de los
individuos. Los partidos se presentan como el mecanismo necesario para encauzar
el pluralismo político y los anhelos de la ciudadanía.
Miguel Parra |
¿Qué es un
representante? Suena muy extraño que un individuo sea capaz de representar los
intereses de otro individuo o de un grupo. No se trata de un acuerdo mercantil:
te voto para que representes fielmente lo que yo necesito. Como la lógica del
mercado ha invadido los procedimientos democráticos, los partidos ofrecen sus
servicios de representación a los votantes, consumidores. Y los ciudadanos
esperan que, una vez en el poder, los concejales y los diputados cumplan lo
prometido. Los partidos, entonces, lo prometen todo. Todos prometen todo. Como
no puede haber reclamaciones por incumplimiento de contrato, al final los
programas electorales son casi iguales, lo acaparan todo. Los ciudadanos ya no
esperan que se hable del bien común, ni del interés general.
Como estas
expectativas fracasan y no hay hoja de reclamaciones, el ciudadano se cansa. En lugar de participar
activamente en el sistema democrático, se aleja progresivamente de él. La
apatía corroe todo los mecanismos previstos. Y la abstención no es el único
problema. Todo el tejido de asociaciones y todas las redes de la sociedad civil
se desinflan. Se reducen a la mínima expresión. El ciudadano se limita a
consumir televisión. Se vuelve un ser pasivo, manipulable y aburrido. Ni se
identifica con sus representantes ni hace nada por cambiar la situación.
El
ciudadano se ha dado cuenta de que los grupos de poder, visibles e invisibles,
son los que controlan a sus representantes. Toda la campaña electoral es un
engaño, un trámite por el que tenemos que pasar para que todo siga igual. El
debate se traslada a los grandes medios de comunicación, que están al servicio
de esos poderes económicos.
¿Hasta aquí ha llegado la modernidad?
¿Qué ocurre con los modelos de democracia directa, sin representantes? Se
necesitaría una descentralización del poder, una reducción de los Estados y una
verdadera educación ética y política. La complejidad de nuestras sociedades nos
obligaría a tomar decisiones sobre asuntos muy técnicos. Y los horarios
laborales tendrían que ser adaptados. No es fácil ser un ciudadano comprometido
con los asuntos públicos. Como tampoco es fácil debatir en una asamblea, de
forma constructiva, para alcanzar verdaderos acuerdos. Si bien las nuevas
tecnologías de la comunicación pueden propiciar la democracia directa, lo
realmente difícil es transformar la noción de ciudadano. Ahora se ha potenciado
sólo la libertad negativa y nuestra dimensión económica: elegimos y consumimos.
Disponemos de derechos, pero sólo son una coraza defensiva, cuando funciona. La
democracia participativa y directa se centra en la libertad positiva, la
constructiva. Bobbio se quejaba de que la democracia no había impregnado todos
los contextos sociales. Se había quedado en la superficie. La democracia como
mercado considera un estorbo al ciudadano que va más allá de la elección de sus
representantes cada cuatro años. Una democracia directa en la fábrica, en la
universidad o en el barrio implicaría otro modo de producción.