martes, 9 de abril de 2024

Los senderos de la fotografía

Ilustración de Fille Frisée
    
    A los seres humanos nos encanta dejar huellas. Queremos dejar constancia de nuestro paso por el mundo, que nos recuerden, que sepan lo que fuimos y lo que vimos. Por eso rayamos paredes, marcamos piedras, hacemos dibujos y pinturas, nos tatuamos, y realizamos fotografías. Representamos y copiamos todo lo que nos rodea. Los retratos y paisajes permiten captar lo efímero. Es algo que nos define como humanos, porque detrás de todos estos rastros hay consciencia, intencionalidad y significado. El anhelo de reproducir la realidad viene de lejos. La pasión por conservar un instante de lo real, imitando al espejo, nace con los primeros dibujos. De ahí que, cuando se inventó la fotografía, se abriera un universo infinito de posibilidades creativas en todos los campos de la acción humana.

    Al principio se intentó reflejar el mundo, copiarlo mejor que las pinturas. La fotografía ofrecía una imagen realista, objetiva. Esa fidelidad a lo real tenía muchas utilidades prácticas. Desde entonces, el mundo de la fotografía ha sufrido grandes transformaciones. Las máquinas han ido mejorando y ofreciendo prestaciones impensables en los inicios. Luego, el paso del mundo analógico al digital ha supuesto una desmaterialización de los procesos. Además, los usos de la fotografía se han ido alejando de la mera copia del mundo. Pronto comenzaron las fotografías con interés estético, ya fuese realista o abstracto. Hoy las posibilidades artísticas en torno a la fotografía y las imágenes son infinitas. Esa riqueza expresiva de la fotografía se muestra con especial intensidad en el arte conceptual.

    El creador, docente y crítico Joan Fontcuberta acaba de publicar en la editorial Galaxia Gutenberg un conjunto de ensayos titulado Desbordar el espejo. Como dice el subtítulo, habla de la fotografía en todas sus dimensiones, desde la alquimia al algoritmo. Ya ha escrito una docena de libros sobre fotografía y ha creado obras expuestas en museos de todo el mundo. Esa sabiduría sobre la fotografía queda perfectamente reflejada a lo largo de trescientas páginas. Va describiendo diferentes proyectos, artísticos, reivindicativos, militares… No solo hay cuestiones técnicas, sino también filosóficas.

    Comienza hablando del origen de la fotografía, de los primeros pasos para captar la luz y fijarla. Esa mirada a los orígenes le lleva a explicar cómo algunos creadores han vuelto al fotograma, a la fotografía sin cámara. El objeto queda plasmado en una superficie. Pueden ser plantas, algas, cuerpos o cualquier tipo de proceso, incluso la radiactividad que desprenden seres contaminados. Esa huella puede tener un interés formal, estético, y reivindicativo, para mostrar lo que hacemos con el planeta, por ejemplo. Esas impresiones pueden ser permanentes o efímeras. En algunos casos, contemplarlas implica exponerlas a la degradación.

    Los ensayos que componen este libro son muy variados. A lo largo de la obra vemos cómo la fotografía puede conectarse con la reconstrucción de la memoria, con la identidad personal, con el concepto de escándalo, con la vigilancia y los drones, con las maquetas a escala, con las redes sociales, con la imagen de Dios, con la iconofagia… Desde que surgió, hemos utilizado la fotografía con fines prácticos. Sirve para retratar, fichar, cartografiar o ilustrar. Los proyectos artísticos que describe Fontcuberta llevan al límite esas funciones a través de alguna acción o transformación que nos obligue a cuestionarnos el papel de las imágenes. 

     Algunos ejemplos van a sorprender al lector. Hemos mencionado la iconofagia. Significa “comer imágenes”. Joan Fontcuberta ha realizado un trabajo artístico en colaboración con los caracoles, que devoran fotografías… Otro proyecto llamativo, de Alicia Lamarca, es el de fotografiar manchas en las camas de clubs de alterne, los restos que dejan los cuerpos tras la actividad sexual. Es una especie de memoria del cuerpo. O el trabajo del artista colombiano Óscar Muñoz, que imprime retratos sobre pequeños espejos con una sustancia oleaginosa transparente. Si el espectador los observa, solo ve su reflejo, pero al echar su aliento aparece el retrato impreso. Se trata de captar lo infraleve, aquello que existe en el límite entre la ausencia y la presencia.