martes, 9 de enero de 2024

Seres de ausencia

    
Ilustración de Domingo Martínez González 

    La conciencia de nuestras capacidades técnicas nos ha acompañado desde los orígenes del ser humano. Y también la mala conciencia, porque eso de igualarnos a los dioses nunca ha estado bien visto. Dominar las fuerzas de la naturaleza, transformar el entorno, crear objetos nuevos… En algún momento, ese horizonte empezó a asustarnos. La ambivalencia de la técnica seguro que apareció muy pronto: permitía cazar, cultivar y construir, pero a la vez era capaz de alterar, borrar y destruir. Esa capacidad técnica no solo provocó vértigo. La luz de lo nuevo también ensombrece, así que nos volvimos melancólicos.

    Pertenecer a la especie humana significa hacer frente a lo que falta y a lo que se pierde. Con los recientes avances tecnológicos esa sensación se ha intensificado. Si desviar el curso de un río generaba la nostalgia del paisaje perdido, ahora, en la era de los dispositivos digitales, añoramos las interacciones cara a cara. De esa nostalgia brotan las narraciones alrededor del fuego. De esa melancolía nace la ficción: historias que hablan de viejos héroes que habitaron las llanuras y crearon los senderos transitables. Al escuchar los cuentos, volvemos a mirar el bosque por primera vez, aunque sabemos que no hay camino de retorno.

    Nadie puede negarlo: la tecnología satisface necesidades básicas y ahorra trabajo. De ahí que los tecnófobos radicales sean una excepción. Estar en contra de toda la tecnología implica abandonar la humanidad. Otro asunto es qué tipo de humanidad queremos diseñar. Por otro lado, los tecnófilos radicales consideran que todo artefacto es bueno, de forma directa o indirecta, ya que a largo plazo todo sistema técnico genera alguna clase de bienestar.

    Los tecnófobos odian los avances técnicos porque nos alejan de la esencia del ser humano, es decir, de los verdaderos valores de la humanidad. Los artefactos van creando capas artificiales que ocultan el núcleo natural de lo humano. Existe un paraíso perdido, un mundo idealizado donde reinaban el bien, la verdad y la belleza. Ningún avance compensa esa pérdida. Es cierto que las tecnologías satisfacen muchas necesidades y producen gran bienestar. Los tecnófobos creen que solo son cambios cuantitativos, a costa de reducir cualitativamente el mundo. Así, hablamos con personas a grandes distancias y de forma instantánea, pero la comunicación se ha empobrecido. Ya no tiene nada que ver con la conversación cara a cara.

    En el otro extremo, los amantes de las nuevas tecnologías piensan que no hay nada que perder, todo son ganancias. El progreso del género humano se debe a la técnica. Reconocen que a veces los humanos utilizan mal la tecnología y que ese mal uso ha generado grandes daños. No obstante, el balance es positivo. Ponen como ejemplos las guerras. De la tecnología bélica han nacido aparatos muy útiles para la vida civil. No hay que tener miedo, dicen. No hay nada que perder. Esa esencia humana primordial, natural y buena, jamás ha existido.

    La gran mayoría se mueve entre medias de estas dos posiciones. La gente acepta las innovaciones, pero desconfía y padece cierta nostalgia. Todo el desarrollo cultural transcurre entre el ansia alegre de novedades y la tristeza por lo perdido. La innovación técnica nos lanza hacia adelante sin misericordia. Lo paradójico es que son artefactos que hemos diseñado nosotros mismos. Aun así, se presentan como fuerzas que no controlamos. Y entonces necesitamos más sistemas tecnológicos para intentar controlar a los anteriores. No acabamos de dominar el entorno.

    De vez en cuando, la mala conciencia, la nostalgia y la incertidumbre nos obligan a pensar, a echar cuentas y ver si merece la pena el camino que hemos seguido. Añoramos lo viejo porque lo nuevo acarrea problemas desconocidos. No disponemos de valores ni procedimientos para encauzar los nuevos usos y costumbres. Las leyes son la única herramienta sensata que tenemos para construir espacios de libertad. Pero las fuerzas tecnológicas desbordan todos los marcos legales tarde o temprano. Da la sensación de que frenamos unos instantes solo para ganar tiempo, para saber dónde nos encontramos. 

    Los nuevos dispositivos ya están incorporados a nuestras vidas, también al sistema educativo. Ofrecen soluciones para todo, desde buscar aparcamiento hasta pasar lista en el aula. Son dispositivos que atrapan nuestra atención. Están diseñados para que aporten información nueva en la frecuencia precisa. Ya pasó con la televisión. Una vez encendida, nos captura. Los dispositivos son el centro de nuestro campo perceptivo. Es su modo de ser en el mundo. Ante este monopolio del entorno vital, el espacio educativo ha pasado a ser un barrio periférico. Echamos en falta algo...