Con la selección natural, nuestros cerebros se fueron
haciendo cada vez más grandes y más complejos. Mayor cantidad de neuronas y
mayor capacidad de conexiones implicaban saber resolver problemas cada vez más
difíciles. Con el tiempo, las rutinas instintivas, ceñidas a problemas
concretos, dieron paso a estrategias formales, abstractas, válidas para infinidad
de problemas del mismo tipo. Con la escritura, el salto tuvo que ser muy
grande. Las operaciones de cálculo, realizadas al principio con objetos físicos,
pasaron a realizarse con pictogramas: representaciones de objetos y cantidades.
Luego surgieron los símbolos, signos a los que de forma colectiva se atribuía
un determinado significado, sin que hubiera conexión directa, figurativa, entre
significante y significado. Más tarde vinieron las variables y constantes…
Así se fue
configurando la racionalidad humana, tanto práctica como teórica. Llegó un
momento, quizás con el descubrimiento de la aritmética y la geometría, en el
que los seres humanos nos dimos cuenta de que las posibilidades del
razonamiento y la solución de problemas eran infinitas, o muy grandes. Un
optimismo que aumentó con el surgimiento de los sistemas deductivos,
axiomáticos y formales. Ya Descartes expresa ese optimismo: si aplicamos
correctamente el método, demostraremos todas las verdades. Pero los formalistas
de finales del XIX y principios del XX fueron más allá. Con unas variables,
unos operadores y unas reglas de inferencia podríamos obtener, a partir de unos
axiomas, todos los teoremas de la matemática. La razón aparece como un
mecanismo, un algoritmo de carácter determinista. Dados unos axiomas y unas
reglas, todos los teoremas se deducirán necesariamente.
Este
optimismo formalista se vino abajo cuando se demostró que los sistemas formales
axiomáticos eran incompletos. Los trabajos de Turing y Gödel probaron que
necesariamente hay verdades matemáticas que carecen de demostración dentro del
sistema. Y no hay forma de saber si un algoritmo se parará y nos dará una
solución. Los límites de la formalización y la computabilidad aparecieron muy
pronto, a principios del siglo XX.
Gregory
Chaitin, en su libro “El número Omega”, Tusquets Editores 2015, dice que los
sistemas axiomáticos formales parten de una idea estática de la matemática, de
ahí su insuficiencia. Esta visión estática, asociada a los intentos de
fundamentar toda la matemática desde principios lógicos básicos, no resuelve
dos cuestiones muy importantes, tanto para la matemática como para la
filosofía: no explica la creatividad ni aborda el concepto de complejidad.
El libro de
Chaitin es interesante para matemáticos, informáticos y filósofos. Los
filósofos hace tiempo que se preguntaron si es posible captar el orden en la
naturaleza, si es que existe. Llega un momento en el que la razón se vuelve
sobre sí misma y se pregunta por el criterio racional para distinguir entre orden
y caos, o entre orden y aleatoriedad. Los optimistas pensaron que con unos
axiomas bien elegidos podíamos deducir todo el orden posible de la matemática,
todos sus teoremas. Pero resulta que no es así.
Chaitin
expone en el libro otra forma de abordar la incompletitud. La idea de que hay
números que no son computables no es nueva: dice que no disponemos de un
conjunto finito de instrucciones para
calcularlos. El enfoque de Chaitin es original porque utiliza la teoría
algorítmica de la información para tratar los límites de la computabilidad. La
clave está en definir la complejidad, tan importante hoy en biología y en
física, a través del tamaño del programa necesario para computar. ¿Cuál es el
programa más pequeño para un resultado dado? Problema muy interesante para los
científicos porque de nada sirve un programa que sea igual de extenso que
aquello que deseamos calcular. El número Omega viene a demostrar que existe la
aleatoriedad o incompresibilidad algorítmica: hay números, objetos, que no
pueden generarse por un programa más cortos que ellos mismos.
Las matemáticas deben ser algo más que un sistema axiomático formal. Para que surjan ideas nuevas hay que manejar sistemas dinámicos y experimentales. Gregory Chaitin nos recuerda el papel de la intuición, frente a los mecanismos meramente formales, y el papel de la experiencia en matemáticas, hoy claramente conectada con el uso de ordenadores: programamos, obtenemos resultados y mejoramos el programa.
Las matemáticas deben ser algo más que un sistema axiomático formal. Para que surjan ideas nuevas hay que manejar sistemas dinámicos y experimentales. Gregory Chaitin nos recuerda el papel de la intuición, frente a los mecanismos meramente formales, y el papel de la experiencia en matemáticas, hoy claramente conectada con el uso de ordenadores: programamos, obtenemos resultados y mejoramos el programa.