Entra el roedor en la sala y, sobre sus dos patas traseras, olisquea el ambiente. Nada. Otra vez a correr, al lado de la pared, bien pegado, para que se note su noble cobardía. Al fondo, los humanos, los inteligentes y valientes humanos. Sale el roedor y vuelve a entrar, ni se sabe cómo ni por dónde. Y al fondo, los humanos, sentados ante una mesa y una caja con imágenes móviles. No se sabe bien qué hacen. Quizás nada. Han inventado la nada. ¡Tanta evolución para inventar la nada! Tiene mérito, piensa el maldito roedor. Se sube sobre sus dos patas traseras y olisquea el aire. Son décimas de segundo cruciales para el reino animal. ¡Tantas penalidades para inventar la nada! Regueros de materia han surcado el espacio y el tiempo para que estos altivos bípedos hayan inventado la nada. Ahí siguen, petrificados ante la caja, hoy aplastada y adelgazada por la respiración de los dinosaurios. Ahí siguen. Mueve los bigotes el roedor y olfatea, pero nada. Puede hacer lo que quiera el roedor, la ciudad es suya cuando la nada se impone. ¡Qué aburrimiento! ¡Ni los humanos le ponen trampas! ¿Dónde está el sabroso queso duro de las despensas? ¿Dónde están las trampas de madera y alambre, con sus agujeros? ¿Dónde nos suicidaremos los roedores? No tienen compasión estos humanos. Les llena la nada y se han olvidado de los roedores. Sobre dos patas, olisqueamos el ambiente y echamos de menos las trampas con queso duro donde nos suicidábamos, sin el miedo a la nada que ahora nos persigue.