Sabe el roedor que no hay escapatoria y que todo intento de huida es un esfuerzo inútil. Pero sabe que su cuerpo es diminuto, insignificante, y que las redes son, sobre todo, huecos inmensos. Ni la red más fina es perfecta. Como huir es una forma de vida, el roedor no insiste en dar lecciones. Huir es una cuestión de estilo. Hay que huir con estilo. Ni el gran Estado ni la gran Iglesia saben qué hacer con los malditos roedores. Y eso es muy bueno para el roedor. Se conforma con un correteo pacífico entre los toneles. Sabe el roedor que la felicidad de otros organismos puede ser muy diferente a la suya. Hay organismos que adoran todo tipo de trampas, todo tipo de redes. Al roedor no le importa, sólo quiere que le dejen corretear entre esos toneles de oloroso. Lo único que teme el roedor es que todo ese aburrimiento concentrado arruine su cerebro y comience a pensar en cosas extrañas y horribles. Sólo teme que la estética de los usos sociales paralice su capacidad de abrir nuevos senderos y termine agotado. Todo puede ocurrir, porque la maquinaria del gran Estado-Iglesia lleva muchos siglos ensayando, probando. Sabe el roedor que es difícil escapar del gran laboratorio. Con las cadenas del lenguaje no hay quien pueda. Esa es la gran obra de la maquinaria infernal. Por eso todas las ceremonias son un magma de palabras viscosas, horribles, atrayentes, sensiblonas, aturdidoras, embelesantes, melosas, ñoñas, eclesiásticas, legales, tiernas, tramposas, viles, infames, podridas, hipócritas y sádicas.