Ilustración de Domingo Martínez |
Tenemos la moral por los
suelos, diría hoy el profesor Aranguren. Vivimos entre el desencanto y la
desmoralización, “la pérdida de confianza en la empresa del quehacer colectivo,
que trasciende el personal de cada uno de nosotros”, aclaraba en “De ética y de
moral”. Y esa es hoy la palabra clave, confianza. Hemos pasado de la
indignación al desánimo. Nos invade una terrible desgana moral, una desidia
cívica. Ya no confiamos en las palabras de nuestros representantes ni en
nuestra capacidad para transformar la realidad. Si los cimientos éticos y
políticos se erosionan, la ruina puede llegar a ser incluso existencial: “Un
hombre desmoralizado es simplemente un hombre que no está en posesión de sí
mismo, que está fuera de su radical autenticidad y por ello no vive su vida, y
por ello no crea, no fecunda, no hinche su destino”, explicaba Ortega y Gasset
en “Por qué he escrito El hombre a la
defensiva”.
Nos urge levantar la moral de la ciudadanía… El problema es
que tampoco sabemos a quién corresponde hoy esa tarea. Ignoramos por dónde
empezar. Descartados los políticos, de momento, habrá que mirar hacia otro lado
para encontrar verdaderos animadores morales. A lo mejor son los intelectuales,
profesores, científicos, artistas, periodistas, panaderos, médicos,
agricultores, deportistas… Tampoco los docentes tenemos claro cómo se puede
recuperar esa confianza, con qué métodos y contenidos. Cuando insistimos en la
importancia del diálogo y los consensos en los parlamentos… Cuando decimos que
en política el bien común ha de estar por encima de los intereses particulares…
Nos topamos con un muro de sospecha y rechazo.
Desde un punto de vista realista y pragmático, quizás sea
cierto que nuestras democracias funcionan a pesar del desencanto y la
desmoralización de sus ciudadanos. La abstención es preocupante, nos dicen, pero
no paraliza la maquinaria procedimental. Las consideraciones éticas de los
ciudadanos están en segundo plano, como un adorno. De hecho, el entusiasmo
ético puede llegar a convertirse en un estorbo… El nivel de conciencia cívica
tiene un máximo, insinúan. Si el ciudadano lo sobrepasa, pone en cuestión las
normas del sistema. Se vuelve un revolucionario… ¿Es necesario un mínimo de
compromiso moral con las instituciones? Imaginemos un partido de baloncesto en
el que los jugadores desconfían de todo, de las reglas, de la autoridad de los
árbitros, de su propio entrenador, de su club… Este nihilismo deportivo
convertiría el juego en un mero mecanismo sin sentido.
Las causas del desánimo político son bastante conocidas. Para
Francisco Fernández Buey (“Ética y filosofía política”), la tecnificación y la
mercantilización de los partidos han conducido a que funcionen como oligarquías.
Todos los partidos son maquinarias electorales al servicio de un líder. Y las
nuevas formaciones tardan muy poco tiempo en imitar a las viejas. La ciudadanía
siente que su voto no sirve para nada y aumenta la abstención. Además, esta
crisis de representación afecta sobre todo a los de abajo, a los excluidos del
sistema, a los que viven en precario.
A estas alturas, la confianza moral ya
no se recupera con promesas, sino con reformas estructurales. Ya son demasiadas
las promesas incumplidas por la democracia representativa. A no ser, claro, que
el objetivo consista en mantenernos en la apatía política, para no molestar.
Esas reformas nos remiten al problema de la esencia de la democracia, a pensar
qué debería ser de verdad y a mejorarla. Para animar a la ciudadanía es preciso
crear nuevos cauces participativos. Los niveles de compromiso ético con la
democracia solo se recuperarán profundizando en ella. Ni votar ni pertenecer a
un partido político son suficientes. Cuesta convencer a la gente de que ir a
votar es bueno, que es un derecho democrático y, quizás, un deber. Uno no se
siente con fuerza moral para animar a los demás a formar parte de un partido
político… Es cierto que nos quedan las asociaciones. Se puede hacer una gran
labor cívica en ellas, pero no generan cambios legislativos de forma directa.
Necesitamos inventar mecanismos intermedios en los que el ciudadano pueda
desplegar su racionalidad práctica. ¡A pensar!