|
Nadav Kander |
Cuando el roedor, entre las sombras del bosque, encuentra a otro roedor, perdido, indeciso, sabe que es el momento de recuperar aquel ímpetu, el de la duda. Y lo hace. Porque sabe que la escritura es un sendero repleto de sorpresas, tantas que ni el cruel dinosaurio las puede imaginar. La torpeza del gran bicho es infinita en este aspecto. Bajo los inmensos ficus, con los mosquitos recordando nuestra condición, los roedores traman ingeniosas salidas de este mundo inhóspito, salidas que el gran dinosaurio ignora. Saben los roedores que lo importante es el camino, cada paso, en ese sendero sinuoso. Aunque no haya nada más, ese sendero abierto con la palabra ya es suficiente. Porque todo es necesario, hasta el vuelo del mosquito inquieto y arrogante. Las palabras son arbustos, no sabemos exactamente dónde nacen, pero están ahí. Recordad, roedores, que nuestro poder está en la palabra y que nos basta la creación de un sendero nuevo para dar vida a todo un universo. Si los dinosaurios creyeron que su triunfo era definitvo, es que que no pensaron en la sombra de cada adjetivo. No hay otra salida. Sabe el filósofo que es en la creación donde permanece la esencia de los días, como si el rumor del viento nos agradara. Sabe el roedor que no queda otra salida. Las palabras, sean lo que sean, nos cobijan, como si fuese un día de invierno... Y los que escriben, los roedores abatidos por la miseria de los musgos, husmean el significado de los trazos, para entretenerse o para recoradar el futuro, quién sabe. El roedor se encuentra con el jardinero y descubre lo que ambos sabían desde los inicios de los tiempos: que los bosques profundos son un bello misterio para los filósofos y para los que saben leer los signos de nuestras desazones.