En la Ciudad de Sombra todo es ruina, descalabro y
desidia. Habitada por las voces de los perdidos, Balma se retuerce entre su
miseria, ahogada en una espesa niebla. Los escombros rezuman tristeza y
abandono, incluso pensamientos de desaparecidos, de los perdedores, aniquilados
por la inquina.
Luis Mateo
Díez ha creado un territorio de palabras, de formas de decir, que no es poco.
No describe la ciudad, la escribe. Todos sus personajes, sus voces, son
supuraciones de ese espacio urbano y creativo. En la Ciudad de Sombra habitan
los que no tienen nada que esperar y los que huyeron de todo, hasta de sí
mismos. Porque tras la Contienda sólo queda miseria, ruinas vitales y memorias
erosionadas por el odio.
El
entramado poético de Luis Mateo Díez desemboca en novela, en relato; su prosa
se construye con formas que dejan un rastro de lirismo puro. “La soledad de los perdidos” (Alfaguara,
2014), como toda su obra, puede ser degustada como un gran poema que descifra
un territorio a la vez que lo construye.
Cuando los
personajes hablan, lo hacen desde una carencia, siempre desde un retiro o una
pérdida. Es un hablar desde la retirada del ser, desde el continuo alejamiento.
El desgaste de la vida genera desasosiego y penuria existencial en los que
habitan la Ciudad de Sombra. Es una penuria cómica y reflexiva, fruto del
ingenio del desorden interior. Las enrevesadas andanzas del protagonista se
nutren de la ironía y el esperpento de los pobres. Sobrevivir en la noche, como
un perro abandonado, es la única aspiración de los perseguidos.
Somos seres
esencialmente urbanos, capaces de convivir todos juntos en muy poco espacio. La
ciudad es un territorio de palabras y símbolos. Es el territorio de la
civilización y sus locuras, el espacio del poder y las utopías. Los personajes
urbanos de las novelas brotan de las calles, de los lugares. Y la ciudad emerge
de las acciones cotidianas de sus moradores. Las estructuras de poder aparecen
reflejadas en la distribución espacial, en la delimitación de los espacios
públicos, en las prohibiciones y en la memoria cristalizada de sus empedrados.
Las ciudades son construidas por anhelos, odios, proyectos, sueños y hábitos.
En la Ciudad de Sombra todo está presente y ausente al mismo tiempo: cada calle
es una cicatriz que supura tanto las desesperanzas individuales como los
chirridos de las estructuras de poder y sus sinrazones.
Habitamos
las ciudades como si fuesen un espacio natural, como si estuvieran ahí desde
siempre y se rigieran por las leyes inexorables de la naturaleza y la
geometría. Nos encontramos con un espacio urbano ya dado. Sólo cuando se
producen contradicciones o desequilibrios urbanísticos graves somos capaces de
pensar la ciudad y sus fundamentos. Pero las modificaciones de la ciudad se
presentan como un proceso natural e inevitable.
No es fácil
identificar las contradicciones. El poder las disfraza constantemente bajo los
rótulos de bienestar y progreso. Pensar que otro espacio urbano es posible
implica revelar los intereses económicos y políticos que hay detrás de todo
plan urbanístico. Otro espacio urbano es posible porque la ciudad es una
construcción social, no un hecho natural. Pensadores como Henri Lefebvre (“La producción del espacio”.
Capitán Swing. 2014) o David Harvey (“Espacios
de esperanza”. Akal. 2007) abordan la ciudad y el urbanismo con las
herramientas analíticas del marxismo. Su lectura puede servir para entender las
transformaciones urbanas recientes y cercanas.
No se trata
sólo de ver cómo se concreta la lucha de clases en los planos de nuestras
ciudades, sino de explicar cómo el espacio urbano pertenece al gran capital, no
a la comunidad. Los espacios públicos desaparecen, son desactivados. Los
centros históricos son ahora barrios marginales, olvidados, escenarios de posguerra,
sucios y sin expectativas. Los grandes centros comerciales se han constituido
en ciudades paralelas, sin ciudadanos, donde se ha concretado lo que ya se
sabía, que en este modelo político y económico sólo somos consumidores y
asalariados, con lo justo para mantener esas ciudades paralelas del gran
capital. Las actividades culturales de los centros históricos y las actividades
políticas, aunque existen y existirán, han sido marginadas, desvitalizadas. Ha
bastado con dejar caer los edificios, no limpiar las calles, asfixiar al
pequeño comercio, dificultar la movilidad, paralizar los proyectos culturales y
dejar un boquete de ruina y desidia como muestra...