¿Sabremos reconocerlos? No lo creo. Me refiero a los sabios, a los que saben de verdad. Los tendremos delante y no los reconoceremos. Sabe el filósofo que no. De todos modos: ¿para qué necesitamos un sabio delante? ¿Para que nos muestre dónde no vamos a llegar jamás? ¿Para que nos muestre lo que no somos ni seremos? Mejor no reconocerle, dirán algunos. Mejor pensar que somos nosotros los sabios. Mas sabe el roedor que sólo la sombra de los sabios protege, como sólo nos protege su palabra de la imbecilidad de los tiempos. Palabras que perduran a pesar de la distancia y la desidia. ¿Sabremos reconocerlos a tiempo? Sabe el filósofo que no. Menos mal que la memoria atrapó esas palabras y ese estilo, el estilo del sabio. Y, ahora, cuando las inclemencias nos azotan, acuden para librarnos de las pisadas horribles de los dinosaurios. Vive el roedor de esa sabiduría ajena. La roe en silencio para alimentarse, poco a poco. Y, mientras roe, siente pena por los dinosaurios, porque con sus pisadas ocultan el rastro de esos sabios. Nunca sabrán nada de ellos, ni de sus pensamientos, ni de su estilo de vida, que es lo mismo. No sabrán nada.