Las personas están por encima de las leyes, la burocracia y las políticas económicas y educativas. Las leyes tienen como función garantizar el pleno desarrollo de las personas. Para eso están los derechos fundamentales y la división de poderes. Somos sujetos materiales atravesados por relaciones sociales. Seres de carne y hueso, claro. No hace falta apelar a ninguna realidad trascendente para sostener que las personas tenemos dignidad, no precio. No somos un medio, sino un fin en sí mismo. No hay excusa para olvidar estas pequeñas ideas de la razón práctica. Ni el bien común ni la razón de Estado pueden estar por encima de esa dignidad inmanente, ese mínimo ético. Lo público y lo privado cobran sentido si reconocemos la importancia de las personas concretas. A veces las grandes ideas nos ofuscan, nos impiden ver el horizonte con claridad. Argumentamos pensando que las leyes tienen valor en sí mismas.
La ideología es una forma de olvido de lo real, de las relaciones sociales concretas, de las vidas individuales. La persona es una condición de posibilidad del discurso ético y político. La crueldad humana, las injusticias y todo tipo de exclusión se olvidan de que toda política ha de ir de abajo arriba. Si no es así, estamos perdidos. Hay que dudar de toda estrategia que deje a un lado a los ciudadanos concretos, por muy bellas que sean las palabras, por muy nobles que sean los argumentos. Perdidos en las ideologías, en los grandes planes, corremos el riesgo de ignorar quién sufre realmente con nuestras decisiones. Izquierda, derecha, público, privado... Las grandes palabras de la política pueden cegar nuestra sensibilidad ética, nuestro sentido común.
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