sábado, 23 de abril de 2022

Escribir, leer y publicar

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    Quizás hoy ya no sea posible elaborar un análisis cualitativo global sobre lo que se publica. Estamos condenados a realizar catas muy limitadas y subjetivas. Ni los libreros llegan a tener una visión global significativa. Datos sí hay, pero son números: lo que se publica, lo que se vende y lo que se lee. Los análisis cuantitativos reflejan muy bien la marcha del negocio, la industria editorial, pero poco dicen del impacto cultural de aquello que se publica. Las revistas y suplementos literarios realizan críticas de una pequeña parte. Habría que leerse todas esa publicaciones cada semana para acercarnos un poco a la realidad. No sé si tenemos claro para qué se escribe, para qué se publica y para qué se lee.

    Se escribe para decir algo. Nadie lo duda. Algunos cuentan historias, otros construyen poemas. Hay ensayos y manuales. La escritura es polimórfica. Detrás de los ropajes del género hay una corriente continua que une a los que escriben: decir es comprender y ser. Incluso los textos más técnicos se nutren de ese anhelo humano. Ganar dinero y ser famoso es algo accesorio para el verdadero escritor. Si tras la buena literatura llega todo eso, bienvenido sea. La auténtica escritura aparece cuando la palabra deja de ser una mera herramienta, un medio para fines externos. No hablo solo de la poesía o la novela. Hay ensayos y manuales tan bien escritos, que la utilidad que proporcionan, incluso siendo importante, queda en un segundo plano. El texto ha de ser un fin en sí mismo, si queremos que enriquezca nuestra tradición.

    Escribir y publicar son dos asuntos muy distintos. Para el verdadero creador, lo primero es necesario y lo segundo no. Cuando es al revés, estamos perdidos. Hay grandes escritores que jamás han sentido la necesidad de publicar un libro. No publicaron nada, ni lo pretendieron. Son los que escriben por el placer de escribir, por necesidad vital, para comprenderse o aclararse (sin salirse del sentido autónomo del texto), pero no para publicar. Los hay que son tan exigentes, que sus obras siempre permanecen inacabadas. En el otro extremo, tenemos a los que solo piensan en publicar un libro, sea como sea y cuanto antes. A estos no les importa mucho lo que escriben. El valor de sus textos viene de fuera, de la resonancia pública que tengan, o de los beneficios que generen.

    No creo ser el único que piensa que se publica demasiado. Hay más escritores que lectores, se suele decir. Todo el mundo publica y da la sensación de que no se lee lo suficiente antes de ponerse a crear. Es tal la precipitación, que nos estamos saltando el protocolo de la calidad. Corregir y reescribir, las veces que sea necesario, son dos tareas imprescindibles. Cuando digo corregir no me refiero a las faltas de ortografía o las erratas. Se corrige el estilo, que incluye el qué y el cómo.

    En el protocolo de calidad también hay que incluir la revisión por lectores anónimos, los pares, y el filtro de los editores. Hay que leer los manuscritos como si nos llegasen de otra galaxia, sin saber si están escritos por seres como nosotros… Solo esa ignorancia puede acercarnos a la objetividad, porque en literatura lo único que importa es el texto. Los buenos editores son grandes lectores y muy críticos. Son necesarios para el avance de la cultura, tanto o más que los catedráticos de universidad. 

    Los lectores parece que estamos exentos de toda responsabilidad en este protocolo de calidad. Somos receptores pasivos de las creaciones literarias. Compramos, consumimos y disfrutamos. Pero no debería ser así. Leer es una forma de estar en el mundo, una forma de ser en el tiempo. Ya sea para divertirnos o para aprender, la lectura es uno de los pilares de nuestra existencia, al menos en nuestra tradición. Llevar una existencia auténtica implica ser exigentes con lo que leemos. En ello nos va la vida, lo que queremos ser. No nos puede dar igual. Al elegir bien las lecturas mejoramos nuestras vidas y las de los demás.

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