Si la vida humana es palabra, logos, no debe extrañarnos que las librerías sean esenciales. Somos seres simbólicos, poéticos y fabuladores. Nos gustan las historias y las teorías tanto como beber, comer y amarnos. En el decir y el interpretar habita esa esencia humana. La imaginación es el nexo que une a escritores y lectores… Y las librerías son las casas de la imaginación, de la creatividad. Como seres de ficción que somos, la creatividad es esencial, el núcleo de nuestra existencia simbólica.
Hay muchas estanterías, con extraños
rótulos… Nada sobra. Todos los géneros son necesarios para el ser humano. Todos
los pasillos de una librería conducen a Roma: el placer. O quizás a Grecia: el
conocimiento. Comedias y tragedias, novelas y ensayos, poemas y biografías,
guías y diccionarios… Senderos imprescindibles para alcanzar de mil formas
diferentes la felicidad.
Todo esto viene de muy atrás. Dicen los
historiadores que hubo un tiempo en el que no había escritura ni libros. No sé,
no sé… Todo me suena a un cuento que alguien ha inventado. ¡A quién se le
ocurre que pueda haber humanidad sin libros! Y dicen que nos sentábamos al
calor del fuego, bajo las estrellas, para contarnos aventuras, anécdotas,
viejas leyendas… Era un momento sublime, inquietante, lleno de expectativas,
cordial, es decir, era como entrar en una librería.
El olor de los libros atraviesa las
mascarillas. Accedemos a una burbuja de sensaciones. Miles de posibilidades
ante nuestros ojos, ante los cristales empañados. Ahí están todas las palabras
esenciales, y ahí estarán. Las librerías nos acogen con una promesa de eternidad,
quizás otra ficción, otro cuento. Es el calor del fuego primordial, con el
ruido de las alimañas a lo lejos. Es el calor protector de las hojas, de los
árboles.
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