Detalle de la portada de "Una teoría de la democracia compleja", de Daniel Innerarity. |
De los lobos podemos aprender mucho. Mark Rowlands vivió con un lobo más de
una década. Brenin se llamaba el animal. Detrás del simio calculador, que todo
lo ve como un medio para lograr sus fines, quizás esté el lobo. El
lobo y el filósofo (Seix Barral, 2009) habla de una historia real, de lo
que aprendió Mark con Brenin sobre el amor y la felicidad. Esas enseñanzas son
el fruto de compartir una trayectoria vital, no de un estudio científico. El
lobo nos enseña que “lo importante en la vida nunca es cuestión de cálculo”. Y
que “lo que posee verdadero valor no se puede cuantificar ni puede ser objeto
de mercadeo”. No es un libro académico de filosofía, no es sistemático. Cuenta
una experiencia real, “unas ideas que existen en el espacio creado entre un
lobo y un hombre”. En las primeras páginas nos explica cuándo compró a Brenin y
cómo lo adiestró. Compara la inteligencia de un perro y la de un lobo. Mientras
que el primero vive en un “mundo mágico” y utiliza al ser humano para que le
resuelva los problemas nuevos, el lobo posee una inteligencia mecánica que le
permite resolver problemas inéditos, más allá de la imitación. Los amantes de
los perros, y de los animales en general, van a disfrutar mucho con este libro.
Y además encontrarán algunas lecciones esenciales.
“Lo más importante en la vida no es
algo que se pueda poseer. El sentido de la vida reside precisamente en aquellas
cosas que las criaturas temporales no podemos poseer: momentos. Esta es la
razón de que nos cueste tanto reconocer un sentido plausible para nuestra vida.
Los momentos son lo único que nosotros, los simios, no podemos poseer. La
posesión de cosas se basa en borrar el momento: los momentos son cosas que
atravesamos para poseer los objetos de nuestros deseos. Queremos poseer las
cosas que valoramos, reivindicar esas cosas. Nuestra vida es una gran
apropiación de tierras, y debido a ello somos criaturas del tiempo, no
criaturas del momento: el momento que siempre se nos escapa de las codiciosas y
prensiles manos.” (p.267)
Son tiempos de hozar entre los libros
acumulados, revistas y discos, y mover el hocico para encontrar algo nutritivo,
como exploradores de la nostalgia. Si nuestros humildes hogares acumulan
tesoros, ¿qué habrá en los de los sabios? Nos atrae el interior de las casas de
los escritores, artistas y científicos, sus lugares de trabajo, donde pasan las
horas escribiendo, dibujando, componiendo, pensando, leyendo, comiendo,
durmiendo… Existe un libro dedicado a ese tema, y se titula Las
casas de la vida (Ariel, 2012), escrito por Daniel Cid y Teresa-M. Sala,
doctores en Historia del Arte. Se trata de una selección de escritos en los que
el habitante o el visitante describen la morada de reconocidos creadores. El
libro empieza con la casa de Goethe y termina con la de Tomás Morales. Y entre
medias nos hemos acercado a las viviendas de Soane, E. Dickinson, Víctor Català
y Caterina Albert, Kollwitz, Marie Curie, Ortega y Gasset, Alexandre de Riquer,
Santiago Rusiñol, Kafka, Rilke, Pessoa, Neruda, Freud, Dalí, Miró, Le Corbousier,
Gustave Moreau, D´Annuncio, Eileen Gray, Frank Lloyd Wright y Llorenç
Villalong. Esta antología recoge textos muy diferentes, el objetivo es “tener
compiladas una serie de experiencias dispersas en el espacio y el tiempo sobre
el universo simbólico de las casa, sobre la cultura del habitar de la vida
moderna”. Y hay visitantes ilustres, como Marcel Proust o Natalia Ginzburg.
Decía Aristóteles que la ciudad es anterior a
la casa. Hoy sabemos que el mundo es anterior a la ciudad y al Estado. Pero nos
cuesta asumir los saltos en complejidad. Saltos no solo cuantitativos, sino
cualitativos. El todo es anterior a las partes, porque les da sentido y razón
de ser. La globalización y las nuevas tecnologías configuran hoy una sociedad
muy enrevesada, un tejido de infinitos hilos. Pero seguimos con formas de
gobierno ancladas en otro modelo de sociedad, más lineal y predecible, es
decir, más simple. Necesitamos mecanismos democráticos de poder que sepan
administrar las nuevas dinámicas sociales. Es lo que analiza Daniel Innerarity en su último libro, Una
teoría de la democracia compleja (Galaxia Gutenberg, 2020). La obra
aborda todas las dimensiones, desde la epistemología hasta la democracia
digital.
“Tenemos que
redescribir el mundo contemporáneo con las categorías de globalización, saber y
complejidad. La política ya no tiene que enfrentarse a los problemas del siglo
XIX o XX, sino a los del siglo XXI, que exigen capacidad de gestionar la
complejidad social, las interdependencias y externalidades negativas, bajo las
condiciones de una ignorancia insuperable, desarrollando una especial capacidad
estratégica y aprovechando las competencias distribuidas de la sociedad civil.”
(p.24)
Y
hozando entre los libros pendientes me he encontrado con la ciudad de Lisboa.
¡No me digan que no han pensado en Lisboa estos días! Gracias a Antonio Muñoz Molina he pasado allí
varias tardes. No pensaba moverme de casa, pero la lectura de Cómo
la sombra que se va (Seix Barral, 2016) me ha permitido ese lujo. James
Earl Ray, el asesino de Martin Luther King, estuvo en Lisboa tras cometer el
crimen. Pero el libro es mucho más que la reconstrucción novelada de esa
biografía. Muñoz Molina también nos habla de su escritura, de cómo fue creando
otro libro, El invierno en Lisboa. Para
construirlo tuvo que visitar la capital portuguesa. Me ha sorprendido encontrar
una reflexión sincera sobre el arte de escribir y vivir. Hay varias miradas
sobre Lisboa, diferentes densidades narrativas. Muñoz Molina se ha empleado a
fondo para conocer al asesino, para describir su huida. Un ejercicio de
documentación digno de resaltar. Aunque más mérito tiene, quizás, la forma de
mostrar su estar en el mundo mientras escribe, su proyecto vital y literario. Por
eso, dicen los críticos, que ofrece una teoría sobre la novela.
“Una novela es un estado de espíritu,
un interior cálido en el que uno se refugia mientras la escribe, como un
capullo que va tejiendo hilo a hilo desde dentro, encerrándose en él, viendo el
mundo exterior como una vaga claridad al otro lado de su concavidad
translúcida. Una novela se escribe para confesarse y para esconderse. La novela
y el estado particular de ánimo en el que es preciso sumergirse para escribirla
se alimentan mutuamente; una particular longitud de onda, como una música que
uno oye de lejos y que intenta precisar escribiendo.”