Ilustración de Domingo Martínez |
Si se pregunta a cualquier persona qué es lo importante en
su vida, nos ofrecerá una retahíla heterogénea: el amor, la salud, la amistad,
sexo, el dinero, la verdad, la familia, la comida, la belleza, la libertad… Aparecen
varios ámbitos: material, biológico, económico, cultural y moral… En estas
enumeraciones y clasificaciones suelen cruzarse diferentes categorías. No
sabemos si hablamos de necesidades, apreciaciones, intereses, deseos, objetos
concretos, entes abstractos, o de todo a la vez. Nos preguntamos si los valores
son objetivos o subjetivos, individuales o colectivos, inmutables o cambiantes,
solo humanos o también pertenecientes a los demás seres vivos y las máquinas,
si los captamos con la razón o con la sensibilidad, y qué tipo de racionalidad
interviene a la hora de elegir y ordenar.
Para algunos filósofos, los valores son captados, no
inventados. Scheler decía que son objetivos y que los conocemos a través de una
aprehensión emocional-intuitiva directa. Hartmann fue más allá y completó este
objetivismo con su idea de un reino de los valores, una dimensión ontológica
independiente. Elegimos un valor porque ya es superior en sí mismo. No se
convierte en superior porque lo hayamos elegido… Los valores, por lo tanto,
existen por sí mismos y forman una estructura ordenada. En las cosas bellas,
por ejemplo, se encarna el valor de la belleza. Pero lo belleza no depende de
las cosas bellas ni de la persona que emite el juicio. Los valores no cambian
con el tiempo, pertenecen a otra dimensión, ideal. Lo único que varía es
nuestra forma de conocerlos y acceder a ellos. El conjunto en sí no se
transforma.
El subjetivismo y el relativismo dicen lo contrario. Los
valores solo son actos de un sujeto. Algo es bueno porque me agrada o satisface
una necesidad. Solo existen las valoraciones concretas de las personas. Y no
existe una esfera independiente de los valores. Por eso cambian con el tiempo y
las circunstancias. Como mucho, poseen una objetividad social, generada por los
actos de valorar en un momento histórico concreto. Según esta perspectiva,
aunque poseen una base material, los valores son construcciones sociales, y
solo adquieren sentido dentro de un contexto histórico. No son eternos, así que
pueden variar o desaparecer. Incluso es posible crear otros nuevos. Desde un
enfoque biológico y evolutivo, son fruto de los mecanismos de selección natural
en la lucha por la supervivencia.
Las circunstancias, seamos objetivistas o subjetivistas,
universalistas o relativistas, nos obligan a revisar el orden de los valores.
Ya sea porque han cambiado o porque nuestro acceso a ellos se ha modificado, no
nos queda más remedio que reestructurarlos, consciente o inconscientemente. Normas
y valores son dos caras de una misma moneda: la conciencia moral. Detrás de toda
norma hay un valor. Acordamos normas para proteger valores. O al revés, los
valores generan normas. Lo que debemos hacer en cada momento viene delimitado
por lo que consideramos bueno. Y los dilemas aparecen cuando una elección
basada en un valor nos lleva a negar algo que consideramos igual de importante.
Libertad frente a seguridad, intervención estatal frente al
laissez faire, altruismo frente a egoísmo, transparencia frente a
confidencialidad… Las situaciones difíciles desembocan en un reordenamiento
axiológico. Además de necesitar un enfoque interdisciplinar, para semejante
tarea los ciudadanos debemos hacer frente a la opinión pública que circula por
los medios, ya que condiciona nuestra percepción del riesgo y nuestra forma de
reconocer y elegir lo importante. Son momentos idóneos para analizar el sistema
tecnocientífico, junto con el político, y crear nuevos valores, si es que hemos
aprendido algo. Sería muy conveniente aclarar qué política científica y
tecnológica deseamos para las próximas décadas y en qué sectores es necesario
invertir más esfuerzos. Para ello hay que saber qué bienes son prioritarios a
largo plazo y qué modelo de sociedad anhelamos.