Ilustración de Domingo Martínez |
Imaginamos la historia como una
línea, una flecha que crece en una dirección, como algo que se desenrolla y
despliega. Nos vemos instalados en la vanguardia, inaugurando nuevos tiempos y
mirando por encima del hombro a los que nos precedieron. Pensamos que hemos
mejorado y que aquellas desgracias pasadas ya no son asunto nuestro. En los
últimos años, sin embargo, también hemos comprobado lo que significa
retroceder.
El 10 de diciembre de 1948 la Asamblea General de la ONU
aprobó la Declaración Universal de los Derechos Humanos. Después de dos guerras
horribles parece que por fin aprendimos la lección. Nada puede pisotear la
dignidad humana, en ninguna parte del mundo. Los derechos humanos son
inalienables y deben ser siempre respetados, por encima de cualquier ideología
o forma de gobierno.
El
texto fue redactado por Dr. Charles Malik (Líbano), Alexandre Bogomolov (URSS),
Dr. Peng-chun Chang (China), René Cassin (Francia), Eleanor Roosevelt (EEUU),
Charles Dukes (Reino Unido), William Hodgson (Australia), Hernan Santa Cruz
(Chile) y John P. Humphrey (Canadá). Y ha sido publicado en más de 500 idiomas,
incluido el esperanto. Es un documento revolucionario, el fundamento de las
democracias liberales y el orden internacional actual. La declaración consta
solo de 30 artículos. Hay derechos políticos y derechos sociales. Los primeros
tienen que ver con la libertad, y los segundos con el bienestar y la justicia
social. El hecho de que la declaración pueda ampliarse con nuevas generaciones
de derechos significa que no es una
tabla cerrada. Está redactada en un momento histórico concreto. Y como las
sociedades cambian, lo lógico es que esa declaración tenga que completarse.
En cuanto a la fundamentación filosófica, tenemos a los que
hablan de una esencia fija de la naturaleza humana y los que se decantan por
una construcción social de todo lo humano, por lo tanto en evolución y
revisable. El marxismo y el relativismo cultural han sido críticos con la
declaración, al menos desde el punto de vista teórico. Los primeros consideran
que esos derechos aparentan ser universales pero no lo son, ya que están al
servicio de la burguesía. Se trataría de una ideología, un aparato jurídico,
para justificar y facilitar el modo de producción capitalista. Lo que se
presenta como universal y natural solo es, en realidad, un instrumento al
servicio de los capitalistas. Para lo relativistas, esta declaración ha surgido
en una cultura concreta, la occidental, pero se nos muestra como si abarcara
todas las formas de humanidad. Asistiríamos a un imperialismo cultural
encubierto. Los derechos del ciudadano nacieron con el humanismo ilustrado
occidental. Luego llegó el proceso de industrialización y el libre mercado. Tanto
para marxistas como para relativistas, esta declaración no es la única posible,
ya que está elaborada desde una perspectiva concreta, parcial.
Los derechos humanos se basan en que las personas tenemos
dignidad, no precio. Nadie puede utilizarnos como un medio para alcanzar sus
fines, porque no somos meros objetos. Poseemos un valor absoluto: cada persona
es un fin en sí mismo. La dignidad es un asunto filosófico poco tratado, nos
dice Javier Gomá Lanzón en su último libro (Dignidad,
Galaxia Gutenberg, 2019). En el primer capítulo sostiene que podría definirse
la dignidad “como aquello inexpropiable que hace al individuo resistente a todo, interés general o
bien común incluidos”. También como “lo que estorba”. La dignidad tiene un efecto
paralizante, dice, ya que nos obliga a detenernos y pensar en los más débiles,
en los desfavorecidos, frente a toda tiranía, venga del Estado, la rentabilidad
económica, el progreso técnico o la cruel lucha por la supervivencia. Y esta
dignidad la poseemos todos por igual desde nacimiento, sea cual sea nuestro
comportamiento en la vida.
Necesitamos repensar constantemente los
derechos humanos, para saber resistir y mantenernos a salvo. El sistema
educativo, además de profesionales, debe generar ciudadanos, personas
conscientes de su dignidad, de sus derechos fundamentales. Lo hemos aprendido:
las conquistas sociales y éticas siempre están amenazadas por brotes
impredecibles de irracionalidad.