Fernando Savater en “Las preguntas de la vida”
distingue entre información, conocimiento y sabiduría. La información, nos
dice, “presenta los hechos y los mecanismo primarios de lo que sucede”. El
conocimiento reflexiona sobre esa información, “jerarquiza su importancia
significativa y busca principios generales para ordenarla”. Por último, la
sabiduría “vincula el conocimiento con las opciones vitales o valores que
podemos elegir, intentando establecer cómo vivir mejor según lo que sabemos”. La
ciencia se mueve entre la información y el conocimiento, mientras que la
filosofía lo hace entre el conocimiento y la sabiduría.
Si los ciudadanos ven la filosofía como una actividad inútil
es porque no hemos sabido explicar bien la distinción que realiza Savater. De
hecho, hemos transmitido que la filosofía es una labor teórica, olvidando que
su objetivo es práctico: ser felices. Claro que la teoría es necesaria. Sin
explicación racional, sin reflexión, no puede haber una acción prudente que nos
conduzca a la vida buena. Pero nos hemos enredado en los medios, en las
herramientas conceptuales, y hemos perdido de vista el fin que da sentido a la
actividad filosófica. Así, el ciudadano no sabe por qué debe conocer esa ristra
de teorías. Si el conocimiento lo proporcionan las ciencias, nadie ve necesario
conocer esas ideas filosóficas.
La filosofía no busca el mero conocimiento, sino que
persigue la sabiduría. El sabio busca la felicidad, ni más ni menos. Es el fin
último de todos nuestros actos, decía Aristóteles. Y debe ser un fin que se
busque por sí mismo, no como medio para obtener otros bienes. Sea lo que sea la
felicidad, ha de cumplir ese requisito. Todos los pensadores griegos coincidieron
en esta idea. Pero hay otra, y no menos importante. La felicidad ha de estar
relacionada con nuestra esencia, con aquello que nos define y nos distingue de
otros seres del mundo. Luego viene la parte más complicada: aclarar qué
actividad cumple esas condiciones.
Epicuro |
La autarquía, autosuficiencia, fue mencionada por todos los
sabios griegos. Para los socráticos, epicúreos, estoicos, cínicos y escépticos, la felicidad estaba relacionada
con el dominio racional de nuestras necesidades y deseos, que luego se
concretaba en bienestar, serenidad y libertad. Ingredientes de la felicidad: no
necesitar más de la cuenta, no ser esclavos de nuestros deseos y encontrar una actividad
que nos satisfaga como fin en sí misma, no como un medio para otros bienes.
Hallar una actividad así requiere el uso de la inteligencia práctica. Y el
conocimiento que tenemos sobre nuestra naturaleza debe ayudarnos a elegir.
La época helenística y la nuestra se parecen en algunos
aspectos. Descartada la participación democrática, los ciudadanos intentamos
sobrevivir en un mundo saturado de información y nuevas necesidades. Encontrar
la felicidad, tranquilidad y autorrealización, se presenta como una tarea
individual. En el océano de la información y el consumo desbocado, tanto el
conocimiento como la sabiduría parecen inalcanzables. Hoy las personas
alardeamos de necesitar muchos productos. Si no necesitas algo, es que no estás
al día, estás fuera de juego. Manejamos información fugaz: no hay tiempo para
la teoría, y mucho menos para la sabiduría.
Comprender el mundo, saber dónde
estamos y cómo funciona nuestra sociedad, puede acercarnos a esa
autosuficiencia. También conviene saber distinguir entre las necesidades naturales
y las necesidades diseñadas en los laboratorios del mercado. Buscar el placer,
el bienestar razonable, tampoco viene mal. Sin olvidar, por supuesto, el placer
estético, contemplación desinteresada de la belleza, y la creación artística,
el mejor camino para evitar el aburrimiento. Y lo más importante, encontrar ese
trabajo en el que puedas desplegar tus capacidades con los demás, sin tratar a
nadie como un objeto. Así enlazamos a Epicuro con Kant, Schopenhauer, Nietzsche
y Marx. Para lograr esta autosuficiencia individual, que se concreta en
autonomía moral y libertad, se requiere un sistema económico y político que la haga
posible.