Cuando el terrible dinosaurio agacha la cabeza, como si estuviera herido, se convierte en el animal más peligroso del bosque. Después de un gran huracán todos buscan refugio. Y el cuerpo desmedido del dinosaurio se presenta como el cobijo perfecto para nuestros miedos o para nuestras inseguridades. Pero es horrible esa escena, la del roedor acurrucado al calor del dañino dinosaurio. Agacha la cabeza, sí, pero todo es un cruel engaño, pues sabe el dinosaurio que el roedor es temeroso y sólo quiere ver cada árbol del bosque en su sitio. Acurrucados, heridos, los roedores creen que han llegado a casa. Son momentos de incertidumbre, momentos en los que el viejo dinosaurio aprieta los grilletes, oscurece los senderos. Mas sabe el filósofo que la incertidumbre es madre de la novedad y que los grandes bichos no están acostumbrados a semejantes cambios. ¡Huid de la certidumbre! ¡Huid de la maldita estabilidad que nos esclaviza! ¡Si sois roedores de verdad, elegid el laberinto, el maldito laberinto de la libertad! ¡Que nadie se acurruque al calor del fétido dinosaurio! Porque sabe el filósofo que sólo de la incertidumbre nacen las nuevas ideas, los nuevos senderos. Y tiempo, tiempo, nos sobra. ¿Acaso no tiene tiempo el oprimido? ¿Qué puede pasar si el presor debe posponer su tortura? Nosotros, los roedores, somos los que creamos el tiempo, con el trabajo. Todo lo demás es robo y miseria planificada. ¡Que esperen los explotadores! ¡Los roedores amamos la palabra, el conflicto y el diálogo! ¡El bosque no tiene límites! Y aquellos que se acurruquen a la sombra del gran bicho, aquellos que quieran la bendita paz del bosque, aquellos, falaces, son las malditas alimañas del bosque. Sabe el filósofo que el tiempo pertence a los desposeídos...