Llegó el Gran Legislador y pronunció la palabra Educación. Y se enredó. Se enredó tanto que se olvidó de todo. Se olvidó de las palabras, de los deseos, de las miradas y de los miedos. El Gran Legislador se enredó miserablemente y se olvidó de casi todo. Pobre Legislador. Se enzarzó en discusiones miserables y perdió el tiempo en encajes de bolillos. Triste Legislador. Se olvidó de las preguntas y de las risas. ¿Cómo se pudo olvidar de la ilusión? Pero se enredó con los cables de las nuevas máquinas, con las pantallas táctiles. Y arrinconó la simple palabra y el deseo de saber. El Gran Legislador se ofuscó con las estadísticas y se olvidó del que habla cada mañana, del que pregunta, del que escribe, del que imagina y crea. Pobre Legislador. Es tan sencillo recordar el arte de enseñar... No sabe el roedor cómo ha podido ocurrir esa catástrofe. ¿Serán las pisadas de los dinosaurios otra vez? Menos mal que el roedor sabe disfrutar de ese trozo de queso olvidado en una esquina. Y lo roe despacio, recordando a los que crearon nuevos senderos de libertad con la palabra y el lápiz. Roerá todas las mañanas sin que los dinosaurios se enteren y tejerá más senderos de palabras por los que huir con estilo...