Ocupar los espacios borrosos, indefinidos, de los entramados sociales no es fácil. Se trata de una forma de no estar, de deslizarse entre identidades marmóreas. El filósofo sabe que toda identidad atribuida por otros genera esclavitud. Incluso aquellas elecciones irreflexivas que llevamos a cabo nosotros mismos también se convierten en crueles cadenas. Esa tierra de nadie en las relaciones sociales proporciona la soledad necesaria para pensar sin miedo. Es cierto que las identidades, familiares o comunitarias, nos dan cobijo y un suelo sobre el que arraigar nuestros valores. Pero el filósofo sabe que esa tranquilidad suele esconder un miedo ancestral al progreso social y un ansia infinita de poder. La libertad de pensamiento se nutre del cielo abierto, con el riesgo que implica vivir sin techo.