Antonio de Nebrija a la manera renacentista. Ilustración de Luis Miguel Morales "Moga" |
El océano del saber es
infinito. Hemos aprendido que el ámbito del conocimiento es complejo,
atravesado por corrientes inestables. No existen estados fijos en un ser
líquido y dinámico. Hay que ser consciente de ello a la hora de elegir un
camino profesional y estudios superiores. Aunque la idea de currículum flexible
se está haciendo realidad poco a poco, todavía nos vemos sujetos a la
inevitable, de momento, parcelación administrativa del saber.
Una de esas corrientes es el estudio de las humanidades:
historia, filologías, arte, filosofía… Saberes todos inútiles para quien tiene
una visión muy reducida del conocimiento, una mirada tecnocrática. Saberes,
pues, que no aportan nada, ni a la persona ni a la comunidad… Sin embargo, la
actualidad nos muestra que no basta con avanzar en el ámbito tecnocientífico.
Siempre hay que tomar decisiones éticas y políticas. Y ahí nos atascamos,
quizás porque improvisamos o porque pretendemos aplicar solo la racionalidad
tecnocientífica, dejando a un lado tanto la racionalidad ética y comunicativa,
como la sensibilidad artística.
Con el método científico explicamos qué estructura tienen
los virus o nuestras economías. Explicamos la naturaleza y la sociedad.
Diseñamos vacunas y creamos instituciones financieras para transformar esas
realidades y vivir mejor. Es a la hora de distribuir las vacunas o asignar los
impuestos cuando todo se enturbia. La causa de estos oscuros y nocivos enredos:
hemos explicado los fenómenos naturales y sociales, pero no hemos logrado
comprender su significado, su sentido. Esta tarea corresponde a las
humanidades, que por supuesto, deben colaborar constantemente con las ciencias
de la naturaleza, si no quieren ser mera palabrería.
Es un error concebir las humanidades como un mero contrapeso
al desarrollo dañino de la tecnociencia. Tienen como objetivo alcanzar una
comprensión global del ser humano. Se trataría de llevar a la práctica los ideales
del humanismo ilustrado, impulso que arranca en las ciudades griegas y llega
hasta nuestros días transformado en un espíritu cosmopolita. Las humanidades se
preguntan por el sentido de la investigación científica, de las tecnologías y
de las instituciones sociales.
Los datos, las teorías y las máquinas son necesarios, pero
no suficientes para progresar. Es preciso saber qué debemos hacer, qué es lo
correcto, qué somos, qué tipo de ciudadanía queremos, qué modelo de sociedad y
desarrollo… Necesitamos profesionales que hablen con inteligencia y prudencia
sobre estos temas.
La senda del humanismo ilustrado conduce a la autonomía
racional, moral y estética. Las ciencias y las artes nos proporcionan los
medios pertinentes para desplegar nuestra dignidad. Hacen falta profesionales
de las humanidades que investiguen y provoquen debates. Así evitaremos los
grandes males de siempre: la ignorancia, el fanatismo, la superstición, la
esclavitud y la injusticia. Hay una brecha práctica que deberíamos cerrar
cuanto antes: los científicos y profesionales de la salud han realizado su
trabajo de forma ejemplar, mientras que los gestores políticos han generado más
incertidumbre y confusión.
No basta con una sociedad de expertos y técnicos. Para
comprender el presente y vislumbrar el futuro se requiere conocer la tradición.
Esa tradición cultural permite algo esencial para las democracias: un diálogo racional
que regule nuestra praxis y aclare los fines que debemos perseguir. La historia
de los conceptos (científicos, filosóficos, artísticos…) arroja luz sobre
nuestra experiencia actual. Son las categorías que utilizamos para clasificar
el mundo y fundamentar nuestras elecciones.
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