El número de Investigación y Ciencia del pasado
diciembre dedicaba una sección a realizar una mirada crítica sobre el estado de
la ciencia global. Cuando vemos que el presidente del país más poderoso del
planeta se niega a admitir las evidencias experimentales, cuando comprobamos
cómo prosperan las pseudociencias, el engaño y la superstición, es necesario
pararse a pensar para retomar con fuerza el espíritu ilustrado. Esa mirada
autocrítica se centra en tres aspectos: la financiación, la reproducción de los
experimentos y el trabajo interdisciplinar.
John P.A. Ioannidis menciona varios problemas referidos a la
inversión en ciencia. No gastamos lo suficiente en investigación, y la mayoría
del dinero, dice, recae en pocas manos. No se financia a los investigadores
jóvenes ni a los proyectos con ideas arriesgadas. No se recompensa a los que
comparten técnicas. Hay líneas de investigación que acaparan gran parte de los
fondos. Parece que se valora más la capacidad de gestión y atracción de dinero
que la calidad del proyecto. Además, utilizar fuentes privadas de financiación
con ánimo de lucro genera conflictos de intereses. Según una serie de artículos
publicados en 2014 en The Lancet, “el
85 por ciento de la inversión en biomedicina acaba malgastándose”.
Shannon Palus analiza un problema que afecta a la
metodología científica y a la calidad de la investigación: repetir los
experimentos que ha realizado otro laboratorio no es tarea fácil, cuando se
supone que es uno de los pilares esenciales del buen hacer investigador. El
objetivo es publicar resultados en las revistas especializadas para alcanzar
prestigio académico y atraer fondos. Sin embargo, muchos de esos estudios (el
90 por ciento en algunos campos como la biomedicina) no pueden ser repetidos en
otro laboratorio por otro equipo. En psicología solo el 36 por ciento de los
experimentos repetidos han dado resultados similares al trabajo original. Una
de las razones de estas dificultades tiene que ver con “la aversión a compartir
técnicas por miedo al robo de una primicia”. Se premia la noticia impactante,
no el trabajo bien verificado y desarrollado para que pueda ser utilizado por
otros científicos. Poder replicar un experimento ajeno implica seguir una línea
de investigación y profundizar en ella.
Graham A. J. Worthy y Cherie, L. Yestrebsky hablan del tercer
gran problema: trabajar de forma interdisciplinar. La excesiva
compartimentación de la ciencia impide abordar temas de gran complejidad. Los
problemas ecológicos, por ejemplo, requieren un trabajo interdisciplinar para
abarcar todas las dimensiones: física, química, biológica, social, política… La
especialización y la incomunicación entre áreas de trabajo “pueden limitar la
creatividad, la flexibilidad y la agilidad”. Los autores comentan que no es
nada fácil crear equipos interdisciplinarios porque los científicos creen que
pueden perder prestigio académico. En el artículo cuentan su experiencia,
bastante positiva, en la formación del Centro Nacional para la Investigación
Costera Integrada (UCF Coastal), en Florida.
Para comprender mejor el problema de la
escasa cooperación entre disciplinas, recomiendo el libro “¿El mito de la ciencia interdisciplinar?” del sociólogo de la
ciencia Francisco Javier Gómez González, editado por Los libros de la catarata (2016) en colaboración con la
Organización de Estados Iberoamericanos. El autor explica el origen del
concepto de interdisciplinariedad, los obstáculos que existen para llevarla a
cabo y las actuaciones necesarias para salvarlos. Tenemos un sistema de
investigación centrado en las disciplinas autónomas, aisladas. Y las barreras
institucionales, administrativas y cognitivas siguen siendo muy resistentes. En
el texto se expone cómo fomentar una investigación reticular y transdisciplinar,
orientada a los problemas. Aporta documentos oficiales sobre el asunto y la
bibliografía pertinente para seguir investigando.