lunes, 5 de marzo de 2018

CAUTELA ESCÉPTICA

       Ser escéptico no está de moda, aunque parezca lo contrario. El escéptico pone en duda todos los conocimientos, los examina con paciencia y evita la precipitación. Analiza los puntos débiles de una teoría, incluso si es la suya. Y le gusta estar callado antes que mantener opiniones sin fundamento. Frente al desasosiego por la búsqueda de la verdad absoluta, prefiere disfrutar del tranquilo y ruinoso mecanismo de pensar. Ama el diálogo y la meditación; huye del sermón y el dogmatismo. Prefiere el fragmento o la conversación abierta antes que el tratado cerrado. Cambia de parecer cuando es necesario y da la razón a su interlocutor si la tiene. Piensa que la ciencia y la filosofía se basan en “un escepticismo sistemático”, y que las ideas son escurridizas y cambiantes.
         Raras veces vemos a alguien cambiar de opinión o dar la razón. En ética y en política se suele pensar desde un entramado de ideas ya fijo, innegociable. Los conceptos concretos y los problemas reales son secundarios. La ideología determina la posición de los hablantes desde el principio hasta el final. Ya sabemos cómo van a terminar los debates, porque nadie se va a dejar convencer. Por eso los escépticos se escabullen por los huecos de las rejas ideológicas. No están a gusto: ahí es imposible pensar.
         Ha habido muchos tipos de escépticos, unos más radicales que otros. Como los sentidos nos engañan y la razón se extravía entre falacias y paralogismos, la verdad y la certeza son inalcanzables, decían los clásicos. En la actualidad, el escepticismo suele ser un rasgo de gran parte de las actitudes filosóficas. Criticar, sospechar, desmontar o deconstruir son términos esenciales del pensamiento contemporáneo. Los más radicales aconsejan eliminar cualquier intento de fundamentación, de certeza, cualquier deseo de encontrar suelo firme, porque no hay forma de justificarlo. Otros se conforman con otorgar al concepto de verdad el papel de guía en nuestro razonamiento, de condición de posibilidad de toda crítica, pero nada más. La red de creencias no es piramidal, ni tiene forma de edificio. Es un tejido de argumentos en el que nadie aspira a encontrar certezas eternas y universales.
     
    Las ideologías, en sentido amplio, son marcos de pensamiento, cosmovisiones, formas de entender al ser humano y la realidad. Los científicos realizan su trabajo en el seno de una sociedad, así que también están impregnados por esas ideologías. Pero no sólo en las ciencias humanas y sociales, incluso en las matemáticas, tan abstractas, hallamos tendencias ideológicas y cosmovisiones de fondo. Javier de Lorenzo, en “Matemática e ideología” (Plaza y Valdés, 2017), nos aclara que: “Los matemáticos, lo quieran o no de manera explícita, se ligan a unas ideologías específicas que condicionan su praxis como individuos y también como miembros del colectivo al cual pertenecen. Ideología propia, igualmente, del momento histórico en el que ese matemático nace, se educa y trabaja”.
         ¿Desde dónde pensamos? ¿Es posible un pensamiento libre de prejuicios y de ideas prefabricadas? ¿Es posible un pensamiento autónomo? Desde la clase social, desde la nación, desde el género, desde, desde la tradición filosófica, desde el barrio, desde la familia, desde uno mismo... Liberarse de los prejuicios, de las teorías que damos por válidas de forma inconsciente y mecánica… Decía Popper que el sentido común acrítico debe ser sustituido por el sentido común crítico. Y para Ortega y Gasset: las ideas se tienen, en las creencias se está. La tarea del filósofo es acceder a ese conocimiento de fondo y pensarlo.
         En el sistema educativo nos encontramos con jóvenes que están construyendo su identidad moral y política. Nuestra tarea, en una sociedad plural y democrática, debería consistir en ofrecerles herramientas conceptuales y diferentes modelos de pensamiento. En ese proceso constituyente de la identidad es muy atractivo adquirir un lote completo de ideas, un sistema, una ideología, para no pensar, y tener a mano una receta para cada asunto que se presente. Las ideologías son un lastre si no somos conscientes de que pensamos desde ellas. Uno de los objetivos del sistema educativo consistiría en fomentar el escepticismo y el libre pensamiento. En la sociedad de la información no viene mal esa cautela del escéptico, para valorar las verdades que circulan por la red y para suspender el juicio propio si no estamos seguros de lo que vamos a decir.