Ser escéptico no está de moda,
aunque parezca lo contrario. El escéptico pone en duda todos los conocimientos,
los examina con paciencia y evita la precipitación. Analiza los puntos débiles
de una teoría, incluso si es la suya. Y le gusta estar callado antes que
mantener opiniones sin fundamento. Frente al desasosiego por la búsqueda de la
verdad absoluta, prefiere disfrutar del tranquilo y ruinoso mecanismo de
pensar. Ama el diálogo y la meditación; huye del sermón y el dogmatismo.
Prefiere el fragmento o la conversación abierta antes que el tratado cerrado.
Cambia de parecer cuando es necesario y da la razón a su interlocutor si la
tiene. Piensa que la ciencia y la filosofía se basan en “un escepticismo
sistemático”, y que las ideas son escurridizas y cambiantes.
Raras veces vemos a alguien cambiar de opinión o dar la
razón. En ética y en política se suele pensar desde un entramado de ideas ya
fijo, innegociable. Los conceptos concretos y los problemas reales son
secundarios. La ideología determina la posición de los hablantes desde el
principio hasta el final. Ya sabemos cómo van a terminar los debates, porque
nadie se va a dejar convencer. Por eso los escépticos se escabullen por los
huecos de las rejas ideológicas. No están a gusto: ahí es imposible pensar.
Ha habido muchos tipos de escépticos, unos más radicales que
otros. Como los sentidos nos engañan y la razón se extravía entre falacias y
paralogismos, la verdad y la certeza son inalcanzables, decían los clásicos. En
la actualidad, el escepticismo suele ser un rasgo de gran parte de las
actitudes filosóficas. Criticar, sospechar, desmontar o deconstruir son
términos esenciales del pensamiento contemporáneo. Los más radicales aconsejan
eliminar cualquier intento de fundamentación, de certeza, cualquier deseo de
encontrar suelo firme, porque no hay forma de justificarlo. Otros se conforman
con otorgar al concepto de verdad el papel de guía en nuestro razonamiento, de
condición de posibilidad de toda crítica, pero nada más. La red de creencias no
es piramidal, ni tiene forma de edificio. Es un tejido de argumentos en el que
nadie aspira a encontrar certezas eternas y universales.
Las ideologías, en sentido amplio, son marcos de
pensamiento, cosmovisiones, formas de entender al ser humano y la realidad. Los
científicos realizan su trabajo en el seno de una sociedad, así que también
están impregnados por esas ideologías. Pero no sólo en las ciencias humanas y
sociales, incluso en las matemáticas, tan abstractas, hallamos tendencias
ideológicas y cosmovisiones de fondo. Javier de Lorenzo, en “Matemática e
ideología” (Plaza y Valdés, 2017), nos aclara que: “Los matemáticos, lo quieran
o no de manera explícita, se ligan a unas ideologías específicas que
condicionan su praxis como individuos y también como miembros del colectivo al
cual pertenecen. Ideología propia, igualmente, del momento histórico en el que
ese matemático nace, se educa y trabaja”.
¿Desde dónde pensamos? ¿Es posible un pensamiento libre de
prejuicios y de ideas prefabricadas? ¿Es posible un pensamiento autónomo? Desde
la clase social, desde la nación, desde el género, desde, desde la tradición
filosófica, desde el barrio, desde la familia, desde uno mismo... Liberarse de
los prejuicios, de las teorías que damos por válidas de forma inconsciente y
mecánica… Decía Popper que el sentido común acrítico debe ser sustituido por el
sentido común crítico. Y para Ortega y Gasset: las ideas se tienen, en las
creencias se está. La tarea del filósofo es acceder a ese conocimiento de fondo
y pensarlo.
En el sistema educativo nos encontramos
con jóvenes que están construyendo su identidad moral y política. Nuestra
tarea, en una sociedad plural y democrática, debería consistir en ofrecerles
herramientas conceptuales y diferentes modelos de pensamiento. En ese proceso
constituyente de la identidad es muy atractivo adquirir un lote completo de
ideas, un sistema, una ideología, para no pensar, y tener a mano una receta
para cada asunto que se presente. Las ideologías son un lastre si no somos
conscientes de que pensamos desde ellas. Uno de los objetivos del sistema
educativo consistiría en fomentar el escepticismo y el libre pensamiento. En la
sociedad de la información no viene mal esa cautela del escéptico, para valorar
las verdades que circulan por la red y para suspender el juicio propio si no
estamos seguros de lo que vamos a decir.