De
pequeños, cuando estábamos jugando, de vez en cuando llegaba alguno que
interrumpía, decía que quería jugar pero no cumplía las reglas, hasta que nos
enfadaba y le decíamos “no sabes jugar”. Que te digan “no sabes jugar”, en ese
sentido, no resulta nada agradable, porque sabes que no se refieren al
conocimiento de las reglas, sino a algo más importante, al pacto implícito que
supone aceptarlas. Cuando llega el que no sabe jugar, todo se desbarata y la
actividad lúdica se disuelve. Ese pacto implícito que fundamenta cualquier
juego puede ser trasladado a gran parte de las dimensiones humanas. Hay quien
sabe entrar en el juego fácilmente y hay quien no termina de comprender a qué
se juega.
Existen tantos tipos de juegos que es muy arriesgado ofrecer una definición que abarque todos. Quizás en todos ellos haya al menos un participante y al menos una regla. El objetivo de los juegos es simplemente seguir sus reglas, sin buscar nada más. No seguirlas o tomar el juego como un medio para otros fines externos implica abandonar el juego. Es una actividad autosuficiente en la que mostramos inteligencia y sociabilidad. Jugar uno solo también es una actividad social: además de arrastrar las competencias lingüísticas y sociales adquiridas en comunidad, el que juega en soledad se desdobla, se autoimpone normas y, si no hay nadie delante, hasta se hace trampas…
Existen tantos tipos de juegos que es muy arriesgado ofrecer una definición que abarque todos. Quizás en todos ellos haya al menos un participante y al menos una regla. El objetivo de los juegos es simplemente seguir sus reglas, sin buscar nada más. No seguirlas o tomar el juego como un medio para otros fines externos implica abandonar el juego. Es una actividad autosuficiente en la que mostramos inteligencia y sociabilidad. Jugar uno solo también es una actividad social: además de arrastrar las competencias lingüísticas y sociales adquiridas en comunidad, el que juega en soledad se desdobla, se autoimpone normas y, si no hay nadie delante, hasta se hace trampas…
Miguel Parra |
El concepto de juego es muy útil para comprender a los seres
humanos. Nos proporciona metáforas muy fructíferas para desentrañar nuestra
naturaleza. Comprender significa llevar a cabo isomorfismos y traslaciones. En
las estructuras de los juegos hallamos reglas, límites, jugadores, jueces,
premios, castigos, riesgo, diversión, competición, tiempos, espacios, clasificaciones…
Nos viene muy bien, por ejemplo, para analizar el terreno de la política y el
ámbito del arte.
Las constituciones establecen las reglas de juego de la vida
social y política de un país. Los ciudadanos y las instituciones somos los
jugadores. Hay infinitas jugadas válidas dentro de ese marco. Una vez aprobada,
resulta incoherente intentar quebrantarla. La evolución del juego puede exigir
alguna modificación de esas normas, pero deben estar de acuerdo todos los
participantes. Como ocurre en los deportes, esas modificaciones sólo se
realizarán en caso necesario y evitando aniquilar la esencia del juego. La
metáfora puede extenderse y hablar de equipos, competiciones, clasificaciones,
sobre todo si pensamos en los procesos electorales.
Las obras de arte también son algo parecido a un juego, en
este caso planteado por el artista. Contemplar un cuadro, sea del estilo que
sea, supone aceptar un conjunto de reglas autónomo, diseñado por el pintor. En
un cuadro realista aceptamos el juego de la perspectiva, la profundidad, el
color, las proporciones… Ahí parece fácil porque es similar a las reglas de la
percepción que manejamos diariamente. Sin embargo, con los estilos no
figurativos entrar en el juego puede resultar más difícil, ya que el pintor te
pide que asumas un conjunto de reglas totalmente nuevo, ajeno a la percepción
diaria. Y en el arte conceptual, en una instalación, el creador pretende que
entres en el juego de cuestionar las reglas del arte, de la sociedad o de la
obra que te está ofreciendo. ¿Se imaginan a un espectador que va a ver un
partido de baloncesto pensando que todos los deportes se rigen por las reglas
del fútbol? Pues eso le ocurre al que observa arte abstracto y busca figuras
con significado, o al que visita una instalación y no encuentra belleza formal.