Señalas con el índice y dices
que ahí existe un abismo, algo sublime, una complejidad inquietante… Señalas un
bolígrafo rojo y preguntas dónde está el color rojo… Señalas tu propia mano y preguntas
por qué es sólida si en su interior todo es actividad… ¿Y cómo es posible que
el cerebro, compuesto de átomos, sea consciente de lo que le rodea y maneje
ideas…? Donde tú muestras asombro los otros sólo te devuelven indiferencia.
Como dice el artista Manuel del Valle, donde debería haber asombro sólo vemos
la cara imperturbable de Buster Keaton.
Miguel Parra |
Una de las tareas ineludibles de los maestros sigue siendo
propiciar la capacidad de asombro. Y utilizo el verbo propiciar porque los
otros que se me ocurren quizás sean excesivos. No sé si es posible enseñar a
asombrase, comunicar el propio asombro o simplemente contagiarlo, como si de un
virus o una emoción se tratase. Propiciar es más modesto, y sólo implica crear
las condiciones necesarias para que fermente ese espasmo intelectual que
denominamos admiración.
La filosofía, las ciencias y las artes parten del asombro
intelectual ante lo que nos rodea. Si somos incapaces de propiciarlo, la
creatividad, la innovación, el razonamiento y todas las capacidades
cognoscitivas no arrancan. Nos llama la atención cómo los grandes pensadores
detienen el tiempo para contemplar un detalle del mundo que para nosotros ha pasado
totalmente desapercibido. Esa actitud del sabio no es algo anecdótico, una
peculiaridad del carácter, sino uno de los pasos imprescindibles del método
científico y artístico. Por lo tanto, en los sistemas educativos habría que
pensar actividades que la propicien.
Aristóteles decía que
la filosofía y las ciencias surgen de la admiración que sentimos ante la
naturaleza. Cualquier hecho rebosa de complejidad, tanto si miramos las
estrellas, un campo de algodón o un insecto. La organización de la materia, en
lo micro y en lo macro, nos emociona. La inmensidad nos invade y emerge lo
sublime, esa sensación de infinitud que contrasta con el reconocimiento de
nuestra pequeñez. Pero también los asuntos éticos provocan asombro. Cuando nos
indignamos ante una injustica o alabamos una conducta honrada, decimos: ¿cómo es posible? El cielo
estrellado sobre nosotros y la ley moral dentro de nosotros, como señalaba
Kant.
Hoy poseemos tanta información y fluye de forma tan rápida
que nada nos sorprende, nada nos atrapa el tiempo suficiente como para que
brote la pasión por saber, por conocer algo a fondo. Cuando sentimos asombro,
reconocemos nuestra ignorancia, decía Aristóteles. Sin embargo, en la sociedad
de la información nadie se siente ignorante. Los infinitos flujos de
información aniquilan cualquier posibilidad de pararnos a reconocerla. Todos
tenemos muchos datos a nuestra disposición, información potencial. Creemos
saber mucho porque podríamos saber mucho. En un mundo acelerado, abarrotado de
pantallas cambiantes, nadie experimenta el vértigo ante lo que desconocemos.
Los flujos de información son más rápidos que los flujos de nuestra conciencia
reflexiva. La efímera curiosidad y la volátil sorpresa han sustituido al
verdadero asombro ante la realidad.
No dejamos tiempo al mundo para que nos intimide. Así
tampoco es posible la verdadera literatura. El poeta José Mateos suele decir
que la poesía nace del asombro ante las cosas más sencillas. Y nos remite a los
primeros filósofos, los presocráticos. Si no somos capaces de aturdirnos ante
lo milagroso de la existencia de cualquier ser, por insignificante que nos
parezca, la poesía y la ciencia no tienen sentido.
Que las cosas no nos afecten y pongamos
cara de Buster Keaton tiene terribles consecuencias. Todos los poetas afirman
que la poesía desarrolla nuestra sensibilidad. Nos vuelve mejores observadores
del mundo, condición necesaria para la creatividad artística y científica. Y
esa sensibilidad, como dice Pedro Sevilla, es la que también utilizamos para
detectar las injusticias y el sufrimiento de los demás.
http://www.diariodejerez.es/jerez/asombro_0_1180382249.html