Francis Bacon |
Desde la aparición del gran dinosaurio, los roedores viven inquietos, azorados. Siempre hay un gran dinosaurio, terrible, de pisadas destructivas, de mirada feroz y aliento pútrido. Cuando los roedores llamaron al gran dinosaurio, jamás pensaron que fuese un maestro de la albañilería... Y sabe el filósofo que los ladrillos no nacen de la nada... Pero ahí está, en el bosque, con sus terribles pisadas, con su cresta amarilla, terrible, sangrienta, inhumana. Pobres roedores, pensaron que el gran bicho podría convertir el hierro en oro. Pobres roedores, malditos roedores, creyeron que la culpa siempre es del otro, del diferente, del que riega el bosque, del que siembra, del que ara la tierra... Desde la aparición del gran dinosaurio, los roedores viven con miedo, acurrucados en sus casas, temblorosos. Hasta los viejos dinosaurios están asustados. Nadie había visto semejante cresta amarilla. Y los roedores, ignorantes de su condición, adulan al rey de la perversidad como si de un salvador se tratase. Pobres roedores... Han olvidado que la esencia del bosque se encuentra en los sombríos, en las penumbras, en las lindes que separan la miseria de la opulencia. Siempre hay un dinosaurio más terrible que el anterior, siempre. Y sabe el filósofo que el de la cresta amarilla no será el último ni el más terrible mientras los roedores vivan pendientes de los reflejos, de las sombras...