La filosofía comienza con la admiración, decía Aristóteles.,
con una especie de conmoción intelectual, un reconocimiento de la ignorancia
acompañado por un fuerte deseo de saber. Podemos sentir admiración ante la luz
de las lejanas estrellas, la belleza de un acantilado, la estructura de una
neurona o un texto literario. La filosofía de la literatura nace también de ese
estado mental.
En la novela “En
la casa del padre”, José Manuel Caballero Bonald describe así una bodega: “Y
había allí como una paulatina cerrazón del aire que parecía interceptar el
desplazamiento de los cuerpos, y ese olor apelmazado y persecutorio, un olor
prenatal a levaduras indescriptibles que podía acabar siendo absorbido por la
piel, alojándose allí dentro para toda la vida”. Y continúa: “Ella avanzaba
recelosa por esa penumbra todavía estacionada en algún sueño reciente,
sintiendo por los muslos arriba el vapor del terrizo de albero hacía poco regado,
oyendo acaso el jadeo del vino en los toneles, la pugna de los microorganismos
trabajando en lo hondo de las criaderas”.
El lector se
queda pasmado ante esta escritura. Algo ha sucedido para que se detenga y lo
relea varias veces. El lector dice: “¡Esto es literatura de verdad!” Suponemos,
entonces, que hay literatura de mentira o falsa literatura. O al menos que
existen textos que sólo son literatura en apariencia. A veces, la poesía parece
que ha abandonado lo poético, y no nos referimos sólo a la rima y la métrica.
Miguel Parra |
María Payeras
Grau le preguntó a Bonald en una entrevista que cuáles eran los elementos que
convierten a un texto en específicamente poético. El escritor respondió: “La
palabra artística, la manipulación de la palabra con fines artísticos. Yo
siempre he dicho que lo que no es barroquismo es periodismo, aunque conviene
explicar un poco el término barroquismo.
Me refiero a él, no como un método de complicación sintáctica o de acumulación
de elementos de adorno superfluos en una frase, o de adornos léxicos y
sintácticos, sino como búsqueda de unas palabras que realmente definan mejor
que otras lo que tú quieres decir”. Y en “Desaprendizajes” lo muestra de forma
poética: “¿A qué lectura se refiere entonces esa fundante jurisdicción de la
escritura? No desde luego al campo informativo de los signos, no a la superflua
urdimbre coloquial ni a la siempre indigente demanda de la trama, no a nada que
no sea la nutrición interna del idioma, esa secreta actividad de las palabras
que no depende más que de su capacidad penetradora en el solar de lo
desconocido”.
El lector se
encuentra con poemas que carecen de ese ingrediente poético. Y no se trata de
un mero aspecto formal, porque a veces leemos poesía que consiste en mezclar
palabras raras o cultas, yuxtaponer frases, metáforas, comparaciones, todo un
arsenal técnico que no nos dice nada. Cuando el barroquismo fracasa, se
convierte en forma vacía. Otro tanto ocurre en la novela. Porque, obsesionados
con el ritmo narrativo, algunos escritores abandonan ese decir poético que debe
estar inserto en todo género literario.
Una vez presté
un libro de Luis Mateo Díez, quizás fuese “La fuente de la edad”. El lector me
dijo que no le había gustado porque los personajes no hablaban como la gente de
la calle… Otras veces me han dicho que un libro no les gustaba porque no pasaba
nada. Quizás ya no se busque lo poético en los textos. Quizás se publique
demasiado y no haya un trabajo adecuado sobre esa “nutrición interna del
idioma”, esa “secreta actividad de las palabras”.
Recomiendo dos
libros recientes dedicados a estas cuestiones. El primero es “La singularidad
de la literatura”, de Derek Attridge (Abada Editores, 2011). El segundo es “El
demonio de la teoría. Literatura y sentido común”, de Antoine Compagnon.
(Acantilado, 2015).