Existen dos tipos de opiniones sobre el valor de los
diversos conocimientos en nuestras sociedades, dos puntos de vista extremos que
reflejan el viejo problema de las dos culturas y su incomunicación. Unos dicen:
“Si no has leído el Quijote, eres un inculto; si no sabes explicar la teoría de
la selección natural de Darwin, no importa, eso es para los científicos”. Sin
embargo, otros replican: “Si no sabes matemáticas, no sabes realmente nada; uno
puede vivir sin conocer la historia del arte o la filosofía porque no aportan
nada útil”.
Desde hace
décadas se habla de la necesidad de una tercera perspectiva, una tercera cultura,
que sería la síntesis ideal, una forma de valorar los conocimientos muy
distinta: “No puede haber buenos científicos si no son humanistas; no puede
haber buenos humanistas si no conocen las principales teorías científicas”. El
problema de fondo no es simplemente qué conocimientos son importantes para los
especialistas, sino también qué tipo de cultura general debe manejar un
ciudadano.
El
especialista, como es obvio, necesita dominar un área muy concreta, muy
delimitada, si desea aportar algo nuevo. Pero para que este saber especializado
tenga sentido es preciso que el científico, natural o social, conozca las
teorías e ideas fundamentales de la comunidad científica general. La carencia
de una visión global implica desorientación y, a la postre, falta de eficacia
en el terreno propio. El biólogo o el físico, además de trabajar para obtener
un reconocimiento académico o registrar una patente, debe comprender qué
función desempeñan sus investigaciones dentro del sistema tecnocientífico y en
su sociedad.
Los
ciudadanos, es decir, todas los personas, tengan el oficio que tengan, además
de las destrezas propias de su vida laboral y doméstica, necesitan una cultura
general para poder seguir siendo ciudadanos. Esta cultura general incluye la
lectura del Quijote y la teoría de la selección natural de Darwin. Hasta ahora
parecía evidente que el ciudadano bien formado era el que conocía los clásicos
de la literatura, las corrientes artísticas o los momentos históricos
importantes. Hoy ese concepto de cultura resulta incompleto, insuficiente.
Los Estados
invierten grandes cantidades de dinero en programas de I+D+i, investigación,
desarrollo e innovación. Estos planes determinan nuestra economía. Si no
entendemos en qué se investiga y para qué, no podremos ejercer ninguna actividad
crítica y será muy difícil diseñar mecanismos de participación ciudadana para
decidir sobre nuestro futuro. Tampoco podremos entender los problemas morales
que generan las nuevas tecnologías, como la ingeniería genética o la
nanotecnología.
La tercera
cultura traerá, entonces, científicos y ciudadanos críticos, capaces de
integrar los distintos conocimientos con el fin de alcanzar la visión global
necesaria para seguir investigando con sentido y decidiendo con autonomía. No
es difícil encontrar buenos ejemplos de intelectuales que hayan intentado
construir con sensatez esa tercera cultura.
El filósofo
palentino Francisco Fernández Buey nos ha dejado, sin acabar, un libro editado
por Salvador López Arenal y Jordi Mir: Para
la tercera cultura. Ensayos sobre ciencias y humanidades (El Viejo Topo.
2013). En el texto analiza las raíces del debate entre ciencias de la
naturaleza y ciencias del espíritu en el pensamiento europeo moderno. También
nos expone los intentos actuales de construir esa tercera cultura. Y llama la
atención cómo, lejos de haberse logrado esa integración ideal, sigue
repitiéndose el viejo esquema. Algunos científicos naturales piensan que sólo
ellos serán capaces de realizar esa síntesis. Y algunos humanistas creen que esa
visión global sólo la poseen los científicos sociales...