El filósofo pasea por la playa y observa los restos acumulados en la orilla. Son frutos del tiempo. Cada grano de arena ha realizado un recorrido difícil de atrapar con nuestra mirada. Y están todos revueltos, todos esos restos. Y cambian cada día, con cada ola. Hasta la lata de refresco cambiará. Como la bolsa de plástico, viajará en el tiempo, sin prisa. Pero el filósofo aprecia la erosión, el desgaste aleatorio de las cosas. Sabe que todo ser está expuesto a este ir y venir de las olas. Aprecia esa fluidez de la materia, ajena a toda identidad pesada. El trozo de ladrillo ahora es suave, porque ha perdido las aristas que recibió en la fábrica. El mar nos devuelve esa animalidad esencial. Y un regalo: ser conscientes de que el agua seguirá desgastando el mundo sin nosotros.