Cuando éramos cazadores recolectores nuestra relación con los animales debía de ser discontinua, esporádica. Si los considerábamos sagrados o algo similar no podemos saberlo. Poco podemos deducir de las pinturas rupestres. Tampoco podemos saber si teníamos que soportar algún cargo de conciencia por matarlos y comerlos. Los cazadores tenían un contacto con los animales limitado al momento de la caza. En ese trance los ciervos huyen y muestran miedo. Otros bichos se revuelven de forma agresiva y se defienden. Además de la caza estaba el momento de la contemplación, la experiencia estética que suponía escuchar el canto de un ave o admirar la figura de un oso.
Estas interacciones, escasas y a distancia, tuvieron que cambiar en el neolítico con la domesticación. Los animales progresivamente fueron convirtiéndose en miembros de la comunidad. Cumplían una función en el modo de producción y en el sistema de relaciones sociales. Además de proporcionar alimentos, energía, entraban en contactos cara a cara. Los seres humanos comenzaron a sentir simpatía por esos seres diferentes. Se preocupaban por su estado y por su bienestar. A partir de entonces los animales fueron miembros de la comunidad.
Con el tiempo, unos dijeron que no tenían alma, que eran meros mecanismos al servicion de los seres racionales. Pero llegó la teoría de la evolución y nos emparentó para siempre. Nos situó en una misma línea, la vida, de desarrollo de los sistemas nerviosos, una línea sin cortes, sin saltos.
Los animales somos todos organismos con sistemas nerviosos; organismos que viven en comunidad y se sienten simpatía; organismos que se necesitan, como compañía o alimento.