Hubo un tiempo en el que se pensaba para cambiar el mundo. Los intelectuales, con sus conceptos y creaciones, nos despertaban la conciencia moral y política, incluso la conciencia de clase. La función del filósofo consistía en ser un ciudadano activo, un miembro de la resistencia frente a la injusticia y la opresión. El intelectual, con sus obras teóricas o con sus obras de arte, estimulaba la rebeldía. Una novela servía para poner en evidencia la explotacón o los métodos utilizados por los poderosos para mantenernos en su redil. Además, parecía que otro mundo era posible.
Hubo un tiempo en el que se pensaba para ayudar a pensar mejor. Se decía que el filósofo nos ayudaba a ser críticos y a dudar de todo. El filósofo nos advertía de los peligros que entrañaban la superstición, el fanatismo, y cualquier tipo discurso irracional. Frente al oscurantismo y las ideologías al sevicio del opresor, la filosofía nos mostraba las virtudes del método científico, de esa racionalidad científica que nos conduciría a una sociedad de personas autónomas, difíciles de manejar. Así, nos animaba a preguntarnos por el fundamento de nuestras creencias o por el fundamento de nuestros valores y normas.
Hoy, cuando las leyes amenazan la situación de la filosofía en la enseñanza, nos acordamos de esas viejas palabras, de esas entrañables funciones de la filosofía...
Si de negociar se trata: ¿qué ofrecemos hoy los filósofos a los ciudadanos?