Fue el filósofo Javier Echeverría quien situó en el tercer entorno las emergentes telépolis de finales de los años noventa. El ser humano, como ser vivo que es, surge en un primer entorno físico y biológico. El segundo entorno es la ciudad, expresión máxima de la vida social y cultural. Con la llegada de las tecnologías de la información y la comunicación habitamos la burbuja digital, telépolis. Es la vida a distancia, el enjambre de los datos.
En el primer entorno nos gobernamos con las leyes de la física, de la química y la biología. En el segundo tenemos la vida urbana, las constituciones, los códigos civiles y penales, incluso acuerdos internacionales. No queda claro qué leyes regulan el tercer entorno. A lo mejor las telépolis, el mundo de las pantallas, transcurren al margen de las fronteras físicas, fuera de la ley.
En el mundo de la realidad virtual todo es posible. O eso nos han hecho pensar los señores digitales, los amos de los servidores y plataformas. También lo avanzó Javier Echeverría. Los reinos del comercio electrónico funcionan como un sistema feudal del ciberespacio. Las plataformas ocupan terrenos, espacio digital. Unas se solapan con otras. Hay conflictos económicos y legales. Y cuesta crear un marco común de normas.
Esta ciudad invisible no ha sido narrada por Italo Calvino. Tampoco la ha descubierto un explorador de rutas imposibles. Es la ciudad de las pantallas. Se nos olvida que todo transcurre en una superficie plana, eso sí, medida en pulgadas. Es el océano de nuestra infinita navegación. Por poco tiempo. Pronto vendrá la escafandra digital, para sumergirnos en mundos de tres dimensiones a fuerza de atarnos más a los dispositivos.
En el tercer entorno la felicidad siempre está a la vista. No puede ser de otra manera si con cada clic te ofrecen el infinito. Y uno se acuerda de las aporías de Zenón. Nadie alcanza nada. Es imposible. En el espacio de las promesas digitales lo importante es seguir deseando avanzar. Lo podemos tener todo. De ahí que el movimiento, motor de la atención, no cese y nos arrastre. En el mundo de la navegación perpetua, el movimiento es la apariencia más potente.
Que la escafandra no nos engañe… Siempre seremos cazadores recolectores sentados delante de un dispositivo. Y tendremos que luchar, todavía, contra las leyes del primer entorno, las que nos recuerdan que hay que mover las piernas, estirar todas las extremidades, levantar la cabeza, mirar hacia el horizonte y reparar nuestros ojos. Se nos olvida que toda esta maquinaria consume energía. Las pantallas y los procesadores requieren materias primas y mano de obra. La escafandra digital nos aleja de la naturaleza esquilmada y de las relaciones de producción injustas.
Que los megas no nos distraigan… Los servidores ocupan espacios físicos y legales. Nuestras acciones siguen transcurriendo en ámbitos urbanos. La navegación digital no nos exime de las responsabilidades éticas y políticas que toda convivencia conlleva. A los señores digitales solo les interesa que seamos muy felices y brindemos todos los días frente a las pantallas. Cada clic es una celebración. Cada clic es un acto de consentimiento.
Hay algo que está presente en los tres entornos. Ese algo los humaniza. Es el tiempo. Si regalamos nuestro tiempo, nos abandonamos. Si somos el proyecto de un dispositivo, no somos ya nada. Delante de las pantallas hay muchas formas de perder el tiempo. Y de ganarlo. Cuando navegamos como pollo sin cabeza, lo perdemos. Cuando construimos creativamente, lo ganamos. Los dispositivos del control de atención evitan que seamos conscientes de esta transacción existencial. Todo aparece en el mismo plano. La aceleración de los flujos de información parece inevitable, pero no es así. Seguimos siendo responsables de nuestro tiempo.
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