Ilustración de Luis Miguel Morales Galante ‘MOGA’ |
Lo de ir a Marte parece que va en serio. Lo que comenzó siendo una curiosidad se ha vuelto una necesidad. Si los marcianos no dan señales de vida aquí, tendremos que ir allí, pero para quedarnos, porque la vida en la Tierra tiene los años contados. Hay muchas formas de llegar a Marte. Hace miles de años que los humanos llegamos, con la observación y con las palabras. Nuestro interés por el cuarto planeta del sistema solar viene de lejos. Marte es del dios de la guerra, el segundo día de la semana y el tercer mes del año.
Es uno de los cuerpos celestes que, desde nuestra perspectiva, se desplaza sobre el fondo de las estrellas fijas. Planeta en griego significa errante, vagabundo, el que va de un lado para otro. Y es, ante todo, el planeta rojo, debido al óxido de hierro. Su diámetro es la mitad que el de la Tierra. Tuvo abundante agua y una atmósfera rica en dióxido de carbono. Su núcleo se solidificó y fue perdiendo tanto su atmósfera como sus océanos. Sin apenas presión atmosférica, sin ciclos hidrológicos y procesos de reciclaje, Marte se convirtió “un desierto seco y polvoriento” con temperaturas medias de -55ºC, explica Carlos Briones en su libro ¿Estamos solos? (Crítica, 2020).
Desde Galileo, en 1609, la utilización de telescopios nos
fue acercando cada vez con más detalle a su atractiva superficie. La
observación que hizo el astrónomo italiano Giovanni V. Schiaparelli en 1879
desembocó en una interpretación errónea que desató la imaginación de los
lectores durante décadas. Describió unas estructuras, unos “canales”. Esa
palabra, que en un principio tenía un sentido geológico, al pasar al inglés
adquirió otro de carácter tecnológico, artificial, explica Briones. Así,
comenzó a circular la idea de que había canales artificiales construidos por
alguien para conducir agua.
Un planeta similar al nuestro, en la zona de habitabilidad…
Todo encajaba a la perfección para que fuese cuna de alienígenas, con cabeza,
tronco, brazos y piernas, por supuesto. Fascinados ante el posible contacto con
otros seres inteligentes, y asustados ante una posible invasión, los seres
humanos elaboramos relatos apasionantes. La hipótesis de vida inteligente en
Marte se extendió por todos los ámbitos de la cultura. Hasta que los nuevos
telescopios y las sondas espaciales mostraron lo que de verdad eran aquellas
formaciones. Las expectativas se redujeron: ahora bastaba con encontrar agua y
alguna forma simple de vida, o algún rastro de ella, si es que la hubo.
Que la Perseverance haya llegado al planeta rojo en plena
pandemia puede dar lugar a diferentes valoraciones. Para unos, estamos ante un
acierto de la ciencia y la tecnología, una muestra más del progreso humano.
Para otros, se trata de otra demostración de cómo las necesidades sociales van
por un lado y los grandes proyectos de investigación por otro.
Cuando los resultados de los grandes proyectos científicos
aparecen en los medios de comunicación, los ciudadanos descubrimos que existe
la política científica. Es el ámbito en el que se decide en qué investigar y
qué recursos dedicar. Todos los países asignan un porcentaje de su PIB al
desarrollo de planes de investigación, desarrollo e innovación. En esos planes
aparecen los sectores estratégicos en los que investigar y los objetivos que
pretendemos alcanzar. Aquí se concreta qué tipo de ciencia básica queremos
potenciar, y qué relación va a tener con la innovación tecnológica que la
economía reclama. La política tecnológica determina la relación entre ciencia,
tecnología y sociedad.
Como nunca se debate esa relación, damos por hecho que se
trata de una conexión natural y lineal. Se investiga y se construye lo que es
necesario. Lo que es posible. Investigamos la naturaleza y sus leyes, de ahí se
deriva una cierta tecnología. Se nos presenta como si fuese el único camino
posible si seguimos el método científico.
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