La actitud es la disposición con la que nos enfrentamos a la realidad. Es el estado de ánimo, la forma de ser, lo que estamos dispuestos a hacer y lo que no. La actitud científica y filosófica constituye el núcleo de la vida democrática. Si los ciudadanos no practicamos ciertas virtudes epistémicas, el edificio se desmorona. Las leyes por sí solas no bastan.
Pensar a fondo lo que ocurre exige tiempo. Para ser objetivos,
imparciales y analíticos necesitamos manejar diferentes fuentes de información.
Pensar de verdad implica en primer lugar leer y escuchar. Y luego ser prudentes
a la hora de emitir juicios. Pero el tiempo escasea y todo se acelera cada vez
más.
La comodidad y el ansia desmedida de poder nos empujan a
tomar atajos. Acudimos al mercado y compramos un kit de pensamiento, un lote de
ideas, una ideología… A partir de entonces ya disponemos de los moldes y categorías
que nos facilitarán valorar lo que ocurre, sin necesidad de analizarlo como es
debido. El pensamiento enlatado me ahorra tiempo. Si puedo clasificar, ya no
tiene sentido escuchar. Lo que va a decir el otro ya lo sé antes de que él
mismo lo piense… La realidad con sus problemas concretos ha desaparecido. La
verdad, como ideal regulativo, también.
El diálogo crítico, propio de una democracia deliberativa,
se cimenta en la actitud científica y filosófica. Lo primero que hay que hacer
es escuchar y observar. El objetivo es comprender los argumentos del
interlocutor, describir con objetividad el problema que nos ocupa y recopilar
información… Al escuchar de verdad, nos preocupamos por saber qué tesis
sostiene y en qué se basa para defenderla. En una sociedad compleja, los
interlocutores y los foros de debate son muy diversos: la asociación de
vecinos, el partido político, el parlamento, las redes sociales…
La actitud científica consiste en aceptar solo aquellas
teorías que sean coherentes y cuenten con el respaldo de la evidencia empírica,
con el apoyo de los hechos. Mantendremos las hipótesis que son corroboradas por
la experiencia. Las contradicciones internas y los contraejemplos (datos o
experimentos que desmienten la teoría, la ley) nos obligarán a rechazar esa
hipótesis y formular otra. Se trata de estar dispuesto a abandonar una tesis
cuando la experiencia y la razón me lo aconsejan. Lee MacIntyre ha escrito un
excelente libro: “La actitud científica. Una defensa de la ciencia frente a la
negación, el fraude y la pseudociencia.” (Cátedra, 2020)
La actitud filosófica, muy similar a la científica, busca
los mejores argumentos, la coherencia y la correspondencia con los hechos,
cuando es pertinente. La duda es la mejor herramienta del filósofo. Hay que
poner entre paréntesis no solo las afirmaciones del otro, sino también las
propias. Tendré que abandonar las razones y argumentos que el análisis
lógico-conceptual desecha por ser inconsistentes, contradictorios o meras
falacias. En un diálogo crítico real, no en una pantomima, aceptaré las teorías
y argumentos del otro si superan los criterios arriba mencionados. Y cambiaré
de opinión si me demuestran que estoy equivocado. Científicos y filósofos de
todos los tiempos han dado muestras de esta actitud. Aferrarse a una ideología
supone hacer todo lo contrario.
Y pensar conlleva riesgos. Puede ocurrir que te persigan
todos, los unos y los otros, por no encajar, por no arrodillarte. O por dar la
razón al que la tiene… Pensar en momentos de incertidumbre, dispersión y
polarización no es tarea sencilla. No son circunstancias favorables para el uso
de la palabra y el intelecto. Perseverar en la búsqueda de la verdad se vuelve
un sueño irrealizable. Y sabemos que la verdad es un ideal regulativo, un fin
al que tiende la razón en sí misma, aunque nos reconocemos falibles en esa
búsqueda interminable.
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