Los ciudadanos solemos anteponer
los valores éticos a cualquier proyecto económico, social o cultural. Exigimos
unos mínimos éticos a nuestros representantes. Sin embargo, esas expectativas
no se cumplen. Decepcionados, creemos que los políticos solo desean alcanzar el
poder y que harán cualquier cosa para obtenerlo. Predomina la racionalidad
estratégica: los votantes somos un mero medio para satisfacer sus deseos. De las
otras dimensiones de la racionalidad, como la ética y la comunicativa, ni hablamos.
Cuando son mencionadas es para adornar el discurso, nada más. La mayoría de los
políticos, quizás todos, están atrapados en las maquinarias de sus partidos. De
aquí se derivarían muchos vicios, como el engaño, la codicia, el abuso, la
manipulación, la imprudencia, la intolerancia… Obnubilados por las riquezas y
el poder, tratan como objetos a los votantes y a los contrincantes.
Desde los griegos, la política se ha relacionado con el bien
común, uno de los conceptos más escurridizos. La mayoría de las definiciones
nos dejan insatisfechos: los asuntos públicos, el interés general, la razón de
Estado… Definirlo no es el mayor problema. Lo realmente poco probable es que el
político actúe pensando únicamente en el bien colectivo. Y es que hay algo que
no cuadra. Por un lado, educamos para sobrevivir en una sociedad individualista,
donde solo se valora la búsqueda del beneficio privado. Pero, por otro,
exigimos que nuestros gobernantes, olvidando ese adiestramiento, hagan lo
contrario y solo se fijen en el bien común…
Sabemos que es muy complicado llegar a un acuerdo sobre qué
es el bien común, pero también sabemos que es la idea regulativa que orienta
nuestra convivencia. Se trata de un postulado de la racionalidad política. Existen
bienes y servicios públicos que hay que gestionar. Vivir en comunidad implica
asumir que compartimos espacios y que cooperamos para resolver los asuntos de
todos. La pluralidad de intereses confluye en la unidad, en la armonía del
todo. El bien común, en singular, hace referencia a un bien que no es la simple
suma de los bienes que persiguen los individuos. A lo mejor es el bienestar, la
felicidad, donde incluimos la justicia y la libertad… El bien común se
transforma con el tiempo. Lo vamos concretando con cada decisión colectiva, con
cada deliberación. Cuando en el parlamento aprobamos una ley, decimos que lo
hacemos por el bien común, no por intereses particulares. En una sociedad
perfecta, el bien común y los bienes individuales no entran en conflicto.
Quizás sea hora de ampliar los conceptos de ética y
política. Además de las virtudes clásicas, necesitamos otras nuevas. El
político ha de ser honesto, inteligente, prudente, justo, sincero, valiente…
Pero también tiene que ser creativo, porque el bien común se construye, se
interpreta, se rediseña y se inventa. Y las virtudes relacionadas con la
gestión han de ser superadas por las virtudes de la innovación y el ingenio.
Los recursos son limitados, pero nuestra imaginación no. Da la impresión de que
nos hemos resignado a realizar políticas de supervivencia, donde el ámbito de
los sueños ha desaparecido porque ya solo miramos al suelo. No viene mal
recuperar ese horizonte utópico. Imaginar lo que no tiene lugar, lo que aún no
existe, es condición necesaria para la política. Si abandonamos la tarea de
imaginar el bien común, nos quedamos sólo con la técnica y el aburrimiento.
Platón decía que había que poner a prueba
a los futuros gobernantes para detectar si obraban por el bien del Estado. El
que haya sido seducido por los placeres, aterrado por los peligros o cegado por
el ansia de riquezas, es decir, el que haya olvidado que siempre es necesario
tener como fin el bien común, deberá ser rechazado. Algo parecido habría que
hacer con las virtudes relativas a la imaginación. Si observamos que los que
aspiran a gobernar la ciudad carecen de creatividad, habrá que descartarlos. En
lugar de mítines donde se repiten frases hechas, en lugar de diálogos que son
monólogos, deberíamos proponerles un conjunto de retos para que exhiban la
capacidad de pensar sobre el poliédrico interés general y la habilidad de hacer
mucho con muy poco o casi nada.