Hace poco asistí a una conferencia
sobre neurodidáctica. Creí entender que ciertas conductas potencian la
producción de los neurotransmisores que a su vez son la base de esas conductas.
Se crea un bucle de retroalimentación. O algo así. Cuanto más asertivo y
optimista soy, más asertivo y positivo soy. Hubo un momento en que, quizás
debido a mi ignorancia, me pareció que nos movíamos entre meras tautologías,
verdades obvias, irrefutables porque no añaden nada.
Y esto no significa, ni mucho menos, que considere carente
de interés el estudio del cerebro para mejorar nuestras estrategias didácticas.
Todo lo contrario. Me parece esencial. Somos cerebros, nada más. El problema es
cómo aprovechar esos conocimientos de la neurociencia sin caer en una especie
de cientificismo vacío. No basta con construir neologismos rimbombantes:
neuroética, neuroeconomía, neuropolítica... Parece una estrategia publicitaria,
no un programa científico. Y nos recuerda a esos anuncios que añaden bio a todo
para que un producto sea muy sano y muy científico.
Miguel Parra |
Que la psicología, la pedagogía y la neurociencia trabajen
juntas en proyectos de investigación empíricos es una excelente idea, algo que
se venía reclamando desde hace décadas. En educación puede ser muy útil conocer
los mecanismos cerebrales que intervienen en el aprendizaje. Sobre todo cuando
tratamos con niños y adolescentes. Saber cuáles son las estructuras y redes que
intervienen y qué grado de desarrollo presentan en cada edad puede ser crucial
para programar en las aulas. Decimos que el cerebro es flexible, pero hay
momentos en los que esa plasticidad es mayor que en otros. Hoy es posible saber
qué ocurre cuando un alumno realiza una actividad concreta, qué áreas se
activan y en qué grado. Cabe medir la atención, el grado de memorización y los
tipos de destrezas que se despliegan. Son datos que conviene tener en cuenta en
la pedagogía a la hora de elegir estilos de aprendizaje y metodologías.
El discurso neurodidáctico
carece de interés si sólo realiza una explicación global. Si no propone
estrategias concretas, fundamentadas en estudios empíricos, se convierte en una
moda más dentro de la pedagogía, una forma de hablar que no cambia nada. Por
eso es tan importante quién debe realizar esas investigaciones y cómo. Y la
respuesta es clara: deben ser los neurocientíficos los que asuman este
proyecto, porque es un trabajo experimental. Lo que no conviene es que los
resultados generales de las ciencias del cerebro sean utilizados por los
pedagogos para hablar de procesos concretos que ocurren en el aula, pero sin
haber llevado a cabo el trabajo empírico correspondiente.
Algo por el estilo ocurre en la ética. También se habla de
neuroética. Aquí hay otro tipo de problemas, más teóricos. Porque surge el
asunto del reduccionismo y el determinismo. Los filósofos se preguntan si saber
mucho del cerebro nos ayuda a comprender la dimensión ética del ser humano, si
nos ayuda tanto en el plano descriptivo como en el normativo.
Por muy naturalista y determinista que uno sea, es necesario
hacer compatible nuestra experiencia subjetiva de la libertad con una visión
materialista del mundo. Si en la neurodidáctica exigimos un trabajo
experimental riguroso, en la neuroética pedimos que no se caiga en una falacia
naturalista o en un reduccionismo estéril.
En la realidad hay diversos niveles. Unos dependen de otros,
ciertamente, pero cada nivel exhibe un marco autónomo de propiedades. Las
normas y los valores surgen en el marco de las razones y los argumentos. Para
ser conscientes de un valor y pensarlo, utilizamos la corteza cerebral, porque
no hay nada más. De esa actividad cerebral emerge una función: el pensamiento.
Para justificar una norma no acudimos a neurotransmisores porque sería mezclar
propiedades de diferente nivel. Y no añadiríamos nada. Justificar una norma implica
desarrollar argumentos: nos movemos en el plano de las razones y conceptos.
La experiencia subjetiva de la libertad es ineludible, y es lo que fundamenta la ética. Al mismo tiempo, sabemos que somos fruto de la selección natural, y somos parte de un universo material donde hay causalidad y regularidades, aunque intervenga la probabilidad. Conseguir que encaje todo esto es el principal reto para los filósofos actuales, dice Habermas. En las próximas décadas habrá que afinar mucho más si queremos aplicar los conocimientos de la biología y la neurología a las ciencias humanas.
http://www.diariodejerez.es/jerez/imperio-neuronas_0_1117388666.htmlLa experiencia subjetiva de la libertad es ineludible, y es lo que fundamenta la ética. Al mismo tiempo, sabemos que somos fruto de la selección natural, y somos parte de un universo material donde hay causalidad y regularidades, aunque intervenga la probabilidad. Conseguir que encaje todo esto es el principal reto para los filósofos actuales, dice Habermas. En las próximas décadas habrá que afinar mucho más si queremos aplicar los conocimientos de la biología y la neurología a las ciencias humanas.