Las palabras a veces nos
provocan extrañeza estética. Estás leyendo y, de repente, tienes que frenar en
seco. No es necesario que la palabra sea nueva, rara o culta. Puedes haberla
usado todos los días de tu vida, pero ahora te obliga a parar y contemplarla
como nunca lo habías hecho, con una mezcla de placer y asombro: se abre un
abismo en nuestra mente ante lo sublime del lenguaje.
Esa experiencia estética no acaba ahí. Acudimos al
diccionario para saber más de esa palabra, todo lo que esté a nuestro alcance.
Queremos precisar el significado, su uso y su origen. Hemos caído en una
enrevesada trampa, porque un término nos lleva a otro en una cadena sin fin.
Así se convierte uno
en lector de diccionarios. Llega un momento en el que no hace falta un cebo.
Nos adentramos en el diccionario para ver qué hay en el universo, para explorar
una ruta nueva, desde el azar, la curiosidad o como forma de huir del
aburrimiento que genera el lenguaje de plástico tan desnutrido que nos invade
hoy.
Los diccionarios nos ayudan a leer, una tarea irrealizable
según dice Ortega y Gasset en su comentario al Banquete de Platón. “Leer, leer un libro es, como
todas las demás ocupaciones propiamente humanas, una faena utópica.” Porque el
proyecto de entender completamente un texto es una labor imposible. Su
"Axiomática para una nueva filología” se resume en dos principios: 1º Todo
decir es deficiente (dice menos de lo que quiere). 2º Todo decir es exuberante
(da a entender más de lo que propone).
Ya en el siglo XIII a. C. existían listas de palabras
ordenadas en acadio para ayudar a los escribas, nos explica Javier López Facal
en su libro La presunta autoridad de los
diccionarios (Los libros de la Catarata, 2010). En el templo funerario de
Ramsés II, también de esa época, se encontró una colección de palabras
ordenadas por familias léxicas. En la Grecia arcaica y clásica los glosógrafos,
escritores de glosas, realizaban aclaraciones con fines escolares, con
sinónimos, para entender la Ilíada y la Odisea. Elaboraban listas de palabras
raras, fuera de uso, para que los lectores comprendieran esas grandes obras.
Javier López Facal sitúa en Alejandría el nacimiento de la lexicografía griega,
en el entorno del Museo y la Biblioteca, sobre el siglo III a. C. Ahí comienza una historia que llega hasta
Wikipedia.
Elaborar diccionarios es una de las tareas más duras y
necesarias. Tanto en solitario como en
grupo, se trata de una labor que puede durar varias décadas, incluso toda una
vida. Ahora, con los ordenadores y las bases de datos, nos parece relativamente
fácil, pero imagínense a María Moliner rellenando sus fichas en casa… Aunque se
utilicen los diccionarios anteriores como base, el lexicógrafo siempre desea
ampliar y actualizar la lista de palabras.
Y es una labor de los humanistas, de los que se dedican a la
humanidades, tan inútiles según algunos. Hay que animar a nuestros alumnos a
que se dediquen a las ciencias del lenguaje. Así tendrán acceso a uno de los
mayores placeres intelectuales y participarán en una de las actividades más
útiles para la civilización. En la llamada sociedad del conocimiento
necesitamos buenos diccionarios y enciclopedias, en papel y digitales.
Los diccionarios nos liberan de la
ignorancia. Disuelven el aura sagrada de las palabras técnicas y desmitifican
el lenguaje culto. La etimología nos asombra a todos los lectores porque nos
muestra estratos ocultos de realidad y belleza. El lenguaje es una red de
redes, una telaraña de infinitos nodos y niveles que está al alcance de
cualquiera. Conocer esas redes léxicas nos facilita el manejo de los
vocabularios científicos, ya sea en la biología o en el derecho. Con el
lenguaje se configura el mundo. Si las palabras son una caja negra o un ídolo
sagrado, alguien las utilizará para tener más poder sobre ti.
https://www.diariodejerez.es/jerez/Lector-diccionarios_0_1362764166.html