miércoles, 14 de mayo de 2025

Tecnología y riesgo


Ilustración de Luis Miguel Morales "MOGA"

    “El riesgo cero no existe”, nos han repetido con insistencia en las últimas semanas. Ya los primeros seres humanos tuvieron que darse cuenta de que manejar un hacha conllevaba asumir ciertos riesgos. Piensen en el manejo del fuego o las canalizaciones del agua. En cualquier momento podía producirse algún daño. Muy pronto quedó patente que la transformación del entorno para satisfacer necesidades implicaba generar peligros que antes no existían. Innovar significa asumir nuevos riesgos.

    Para controlar los riesgos necesitamos analizar al menos tres aspectos: el tipo de daño, las causas que lo generan y la probabilidad de que ocurra. Desde las técnicas más simples de los cazadores recolectores hasta la tecnociencia actual, nunca ha sido fácil conocer esas tres dimensiones. Los riesgos están controlados cuando somos capaces de predecirlos y eliminarlos. Si esto no ocurre, nos toca vivir con la incertidumbre.

    En las técnicas precientíficas, predominaba el “saber cómo” frente al “saber por qué”. Se sabía cómo construir algo aunque se desconociesen las verdaderas causas físicas, químicas o biológicas de los procesos que se manejaban. Gracias a la experiencia y el conocimiento práctico transmitido de generación en generación, se podía saber qué riesgos se asociaban a una técnica. Era una parte del aprendizaje del oficio. El artesano se lo enseñaba al aprendiz. El maestro conocía la fragilidad de los materiales y los problemas que podían surgir en la construcción del objeto y su uso.

    En la tecnología basada en el conocimiento científico es posible predecir algunos riesgos antes de fabricar y usar un nuevo aparato. El problema es que cuanto más conocimiento se necesita para crear un sistema de artefactos, más complejidad técnica se requiere para controlar sus riesgos. Con el principio de precaución y las moratorias, la comunidad científica introduce la prudencia en el sistema tecnológico. Cuando la incertidumbre es muy alta, es mejor esperar, no precipitarse. Es lo que está ocurriendo con la I.A o la ingeniería genética, por ejemplo. La complejidad de los sistemas técnicos hace imposible a veces conocer las consecuencias negativas a largo plazo. Los daños, además, dejan de ser locales para convertirse en globales.

    Vivimos con sistemas técnicos, no con aparatos aislados. Acabamos de comprobar cómo muchos sistemas técnicos dependen de la red eléctrica, que es un entramado muy enrevesado, por lo visto. Pero la existencia de redes y sistemas técnicos no es algo nuevo. Recordemos las redes de caminos, los sistemas de riego… El panadero o el alfarero formaban parte de un sistema de producción. Lo que ha cambiado ahora es el grado de complejidad e interdependencia. Para construir una vela hoy necesitamos que haya electricidad…

    Esta complejidad sistémica también incluye a las necesidades humanas. Somos consumidores atrapados en una red de necesidades. Necesitamos electricidad para cargar el móvil, para luego poder pagar, recibir mensajes, trabajar… Cuando hay un fallo, nos damos cuenta de la interdependencia de todos esos artefactos y de todas esas necesidades asociadas. 

    A pesar de que el sistema tecnológico se basa en el conocimiento científico (objetivo y contrastable empíricamente), el sistema de las necesidades funciona gracias a la percepción subjetiva del riesgo. Lo que importa es cómo perciban los riesgos el consumidor y el votante. Aquí entran en juego los intereses de las grandes empresas. El Estado, que debería preocuparse por el bien común, tiene que negociar con esos agentes económicos, de los que depende.