Foto de J.C. González |
Todas las casas dejan alguna huella. La destrucción nunca puede ser total. Dejan escombros, los que retira el camión y los que arrastra el que allí habitó. Las casas se apoyan unas en otras, por hermanamiento o cansancio. Evitan así la ruina prematura, aunque su resistencia no sea nada más que una ilusión. Esa vida solidaria de las casas genera grabados y collages. Son obras de arte accidentales, restos arqueológicos que exigen una imposible hermenéutica. El papel de la pared y la geometría de una escalera son suficientes para hacer estallar todos los mecanismos de la imaginación del paseante. Infinitos mundos surgen ante su mirada. Por unos instantes abandona las prisas de sus quehaceres y se pregunta por las existencias, con sus alegrías y sufrimientos, de los seres que rozaron esos grabados. Sabe el paseante que hay otra mirada, la que nace de la melancolía. Sabe que habrá otro paseante que no podrá imaginar nada. Los restos de la pared serán su vida, perdida para siempre.